Folleto de medianas dimensiones, original de «Clarín» (pseudónimo de Leopoldo Alas, 1852-1901), publicado el 1887. El autor lo subtitula «interview». Citado judicialmente por Mercurio, «Clarín» se ve obligado a comparecer ante Apolo, acusado de publicar folletos de crítica sin ningún interés. La comparecencia tiene lugar en la «villa» de Venus, en Pafos (isla de Chipre), donde la diosa del amor — y por motivos relacionados con éste— ha invitado al dios de las Artes. Todos los personajes visten ropas modernas, y el autor nos describe a Apolo en pleno almuerzo, con detalles gastronómicos e indumentarios muy en el gusto del naturalismo imperante en el tiempo del autor. Apolo confiesa a «Clarín» estar «harto» de la constante compañía de las nueve Musas, que estorban sus escarceos amorosos con Venus. En un momento en que el dios abandona su «drifos», comparece Polimnia (musa de la Armonía), la cual recibe a Manuel Cañete (1822-1891), crítico literario madrileño, a quien reprocha violentamente su blandura, su ten-con-ten de personaje bien relacionado. «Clarín», a requerimientos de Polimnia, interviene para acusar al recién llegado de total carencia de gusto.
Regresa Apolo, ya en la amartelada compañía de Venus, y Polimnia lee ante el concurso desatinados fragmentos que Cañete elogió. En éstas, aparece un grupo de académicos de la Lengua, que vienen — dicen— a recuperar a su compañero, el vapuleado crítico. Entáblase prolija discusión en torno a la última edición del Diccionario de la docta casa, y quedan sucesivamente ridiculizados los académicos Conde de Ches- te (1819-1906) —fidelísimo y ramplón traductor en verso de La Jerusalén Conquistada, Os Lusiadas, La Divina Comedia y Orlando Furioso—, Víctor Balaguer (1824- 1901), Alejandro Pidal (1846-1913) y otros, tras lo cual el autor pronuncia la más frondosa diatriba contra el funcionamiento de la Academia. Ahuyentados, por fin, sus representantes, durante una merienda campestre entabla «Clarín» un último e intencionado diálogo con Erato (musa de la Poesía amorosa); diálogo, en el que, como se adivinará, expláyanse muy detalladamente los nombres preferidos por el primero. Tras unas pocas disquisiciones de orden menor, «Clarín», espiando el baño de los enamorados Venus y Apolo, presencia la aparición de Pablo de Tarso, que asegura a la pareja vuelve al mundo a predicar de nuevo la religión de Cristo, que 1.800 años antes «no comprendieron». «Pablo, yo soy la Poesía», afirma Apolo. «También yo», le responde.
Con estas palabras termina el librillo. «Clarín» publicó buen número de «folletos literarios», sin alcanzar nunca las cimas de la crítica de conjunto. Aplicándose a lo concreto, es evidente que demostró una agudeza y una sensibilidad, enormes: es el mejor detector de todas las modas de su tiempo. En Apolo en Pafos, por su arranque, nos hace creer que, excepcionalmente, abordará el ensayo de altura, la visión e intuición panorámicas de un determinado tema. Sin embargo, en seguida resbala al terreno de sus aficiones y sus tabús; expresadas, aquéllas, con más sensibilidad que entusiasmo; éstas, con más mordacidad que justicia. No se puede negar que «Clarín», con su talento magnífico de creador —demostrado de sobras en su gran novela La Regenta (v.) —, era un obcecado. Muchos de los defectos que critica en los demás se prodigan en él. En las mismas páginas que reseñamos, parodia el afán discurseador de los académicos, para incurrir en ello al punto…, y no sin grandes muestras de pedantería. Traemos aquí, en resumen, Apolo en Pafos por considerarla la obra más característica del mejor crítico español de su tiempo.
F. Ros