Diálogo atribuido a Platón (428-27-347 a. de C.). Su objeto es poner de relieve el verdadero valor de la enseñanza de Sócrates a quien tantos detractores imputaban la extravagante conducta política de Alcibíades, y al mismo tiempo explicar el significado verdadero y profundo del precepto de Delfos: «Conócete a ti mismo». Sócrates, a pesar de conservar todo su afecto hacia Alcibíades, hace mucho tiempo que no le ha dirigido la palabra; esto ha sucedido porque un impedimento divino le oprimía las palabras en la garganta. Pero ahora se siente en disposición de hablarle porque Alcibíades puede comprenderlo. Alcibíades, y Sócrates bien lo sabe, confiando en sus dotes naturales y en el apoyo de Pericles, alimenta en su pecho una ambición de poder que le hace soñar grandes cosas. Pero si no sigue la prudente palabra de Sócrates, todas sus dotes no le bastarán. Él quiere gobernar al pueblo ateniense; pero ¿conoce la justicia, sin cuyo apoyo ni la guerra ni la paz van a parar a buen fin? A decir verdad, Alcibíades no ha aprendido de nadie la justicia, ni tampoco por sí mismo, puesto que, desde pequeño, se comportaba según su propio arbitrio, convencido de poseer aquella virtud. Tampoco puede haberla aprendido del pueblo, a quien escapa el valor de las ideas generales, entre las cuales hay que incluir la justicia. Alcibíades querría desviar la discusión; el pueblo razona acerca de lo útil. Pero lo útil y lo justo se equivalen, dice Sócrates, porque lo que es justo es bello y es bueno, y lo que es bueno es útil, aunque tal vez una falsa valoración pueda hacernos creer lo contrario. Alcibíades se queda perplejo y a Sócrates no le cuesta mucho convencerle de su ignorancia.
Y la ignorancia es un grave peligro, ya que Alcibíades no sólo tendrá que combatir con los demagogos atenienses, seres despreciables, sino con los reyes de Esparta y Persia, harto más poderosos que él y educados con más alto sentido. Alcibíades queda convencido; que Sócrates le enseñe, pues, a salir de aquella ignorancia. Pero Sócrates no puede enseñar nada porque nada sabe: su único guía es la voz divina que habla en él, y su única advertencia la de que, ante todo, es menester conocerse a sí mismo; ahora bien, la verdadera esencia del hombre es el alma. Es, pues, necesario profundizar el conocimiento de ésta. Y como para verse a sí mismo un ojo debe penetrarse en otro ojo, así el hombre puede conocerse mirándose en el alma que, siendo la parte más noble, conserva la huella de la potencia divina. Así pues, el hombre de Estado debe ser virtuoso y para serlo con seguridad, debe mirarse en ese algo divino que es el alma. Pero si descuida este conocimiento, no podrá ser nunca más que un esclavo. El Alcibíades fue tenido por auténtico en la antigüedad; es más, Proclo, que lo comentó, lo consideraba importantísimo como introducción al pensamiento platónico. En la crítica de los tiempos más recientes no falta quien propende a reconocer en este diálogo una obra apócrifa, entre otras cosas por el escaso relieve que se ha dado en el desarrollo de la discusión a la personalidad de Alcibíades. [Trad. española de Patricio de Azcárate (Madrid, 1871-72).]
G. Alliney