Alcestes, Eurípides

Tragedia de Eurípides (480-406 a. de C.), la más antigua de sus tragedias que haya llegado hasta nos­otros, estrenada en 438. Es un drama de fi­nal alegre, y, tal vez por esto, o por algún elemento de leve comicidad que tiene lugar en él, fue representada en cuarto lugar en una tetralogía (con los Cretenses, el Alcmeón, el Psofos y el Telefo, tragedias hoy perdidas) en el lugar ocupado generalmente por el drama satírico. El prólogo de la tra­gedia se inicia con la narración de lo hecho anteriormente por Apolo. Narra el dios que, culpable de haber matado a los cíclopes, había sido condenado por Zeus a servir en casa de un mortal, Admeto (v.) señor de Fere en Tesalia. Acogido liberalmente y con honores, había protegido siempre la casa de Admeto y hasta había obtenido de las Moiras, con una astucia, que Admeto pudie­ra escapar a la muerte, con tal que alguien quisiera morir por él. Pero llegado el mo­mento en que las inexorables divinidades pidieron su víctima, no se halló a nadie en­tre sus amigos que aceptase el sacrificio; ni siquiera su padre ni su madre quisieron re­nunciar a los pocos últimos años de su vida; solamente su esposa, Alcestes (v.), hija de Pelia, se declaró dispuesta a dejar por él la vida y los hijos. Al comienzo de la trage­dia la deuda está a punto de ser pagada. Llega Thánatos (la Muerte, que es divinidad masculina) y Apolo, en una breve disputa, hace una tentativa, extrema e inútil, de arrancarle también aquella víctima; pero después se aleja.

En la casa está la Muerte y el dios de la luz no puede ser contamina­do con la vista de un cadáver. Aquí, con la entrada del coro compuesto de ciudadanos de Fere, comienza la verdadera tragedia. La casa queda sumergida en un silencio angus­tioso; se espera la desgracia inminente. Mientras el coro llora la suerte de su reina, sale una esclava del palacio y cuenta que Aleestes está ya preparada para morir. Se ha vestido y adornado, ha rezado a los dio­ses de la casa por sus hijos, niños todavía, sin abandonar la serenidad que se ha im­puesto y que hace más noble su sacrificio; pero al llegar a su cámara nupcial no ha podido dominarse más y se ha arrojado llorando sobre su cama. No vacila en su propósito ni se arrepiente de él, pero los afectos más humanos e inmediatos la vencen por un momento. Esta misma situación de ánimo en que a veces prevalece la se­renidad voluntaria y a veces apunta el sen­timiento doloroso es traída a escena por la reina misma que sale del palacio soste­nida por Admeto, y seguida de los niños. Saluda la luz del sol que no verá más, y delirando habla de las visiones de muerte que ya la agobian. Después, más sosegada, deplora también su suerte y acusa, sin re­nunciar a su propósito, a los padres de Admeto que no han querido morir por él. Finalmente recomienda a Admeto que no dé madrastra a sus hijos. Admeto la tranquili­za llorando, y acompañado de sus siervos entra el cuerpo de su esposa en el palacio. Un breve canto de lamentación del hijo más pequeño (novedad ésta de técnica y de arte debidas a Eurípides) y unas pocas pa­labras de dolor de Admeto y de consuelo del coro cierran el primer episodio.

Sigue el canto coral, el estásimo, dedicado al la­mento y alabanza de la. heroína. Llega Heracles (v.) que, al pasar por Fere en di­rección a Tracia para raptar los cuatro ca­ballos de Diómedes, pide hospitalidad. Ad­meto, a quien primero el mito y luego Eurípides representan como el héroe de la hospitalidad, le acoge con todos los honores, y, aunque no pueda ocultar su tristeza, no quiere decirle la verdad, para que Heracles no se niegue a ser acogido como huésped. Le dice que ha muerto una mujer «no pa­riente», pero unida a la casa. Respuesta ambigua, literalmente verdadera, pero que oculta una verdad más grande. Heracles, a quien Eurípides representa fuerte y gene­roso, pero no muy perspicaz, no inquiere más, y después de haberse negado a quedarse, porque «es molesto el huésped en casa de un afligido», acaba por aceptar la oferta insistente de hospitalidad. En tanto, se preparan los honores Postumos a la reina. Llega también el padre de Admeto, Feretes, trayendo como regalo una túnica fúne­bre; dice a su hijo algunas palabras de consuelo y añade una salutación suprema llena de alabanzas para la muerta. Pero su acción y sus palabras son en extremo odio­sas para Admeto, que acusa, sin reportarse, a su padre de no haber querido morir por él y ser causa de su duelo. Áspera es tam­bién la respuesta de su padre que protesta diciendo que no tenía ningún deber de morir por su hijo, y le acusa de haberse hurtado contra toda ley a su destino de muerte y que él es quien ha matado a su esposa, y uno y otro llegan a la injuria y al sarcasmo grosero. Heracles, entre tanto, ha sido huésped de Admeto y un esclavo, figura característica retratada con realismo de siervo afectuoso que siente como cosa suya la casa de sus amos, se lamenta de su conducta: Sin miramiento para la tristeza del dueño de la casa, ha pedido comida y bebida abundante, y embriagado se ha pues­to después a cantar burdas canciones de ta­berna. El magnánimo y terrible héroe de la antigua fe griega, protagonista de gran parte de la más alta poesía de los griegos (desde Píndaro a Sófocles), se ha convertido aquí en un hombretón, violento, bonachón pero algo corto de ingenio que no pierde las buenas ocasiones para solazarse.

Y no es únicamente el criado quien lo representa de este modo: Para confirmar sus palabras, he aquí que sale del palacio el propio Heracles coronado todavía y regañando al criado porque le sirve de mala gana y con mala cara. Y, detalle más cómico, hasta le da consejos de grosera filosofía hedonística: «Está contento, bebe, considera como tuya sólo la vida de cada día, y todo lo demás, como azar. Y honra también a la dulcí­sima diosa, la más dulce para los mortales, Cypris; que esa diosa es de veras benigna». Pero el criado, finalmente, le revela la ver­dad. Y Heracles, tan pronto y ardiente en el arrepentimiento como había sido descon­siderado en su conducta anterior, se propo­ne el heroísmo inaudito de encararse con Thánatos y combatir con él para arrancarle su víctima. Se aleja para irse al Hades, y Admeto llega junto con el coro que se había alejado, y canta con él una lamen­tación. La vida que deseara al precio de la vida de Alcestes, le parece ahora más pe­nosa que la muerte. Después del tercer es­tásimo en el cual se mezclan pensamientos de consuelo para Admeto y de exaltación para su esposa heroica, llega de nuevo He­racles llevando de la mano una mujer ve­lada. Cuenta que la ha obtenido como pre­mio de juegos públicos en los que ha to­mado parte y que quiere regalársela a Admeto en recompensa de su hospitalidad. Admeto se niega al principio, con horror, a tocarla siquiera, pero Heracles insiste y por fin de muy mala gana y sólo para compla­cer a Heracles le quita el velo. Aquella mujer es Alcestes, vuelta a la vida. La ac­ción termina en medio de la alegría de todos. El drama, escénicamente bien com­binado y de efecto, poéticamente carece de unidad de tono más de lo que acostumbra Eurípides. La poesía sólo queda plenamen­te alcanzada en la figura de Alcestes, la joven que sabe morir a pesar de amar la vida y llorar al tener que abandonarla.

Los demás elementos del drama son variados y discordantes; desde el realismo psicológico, que se expresa en la disputa entre Admeto y su padre, el dolor sincero de Admeto, intuido también con verdad psicológica, pero esta vez con algún acento de poesía; de la representación divertida de Heracles hasta las últimas escenas de agradable sabor novelesco y sereno. Esta variedad, en todo momento atractiva, aunque no fundada en perfecta belleza, deriva en el fondo de una única razón: la actitud personalísima de Eurípides ante el mito; su propósito de volverlo a pensar y vivirlo todo como histo­ria humana y verdadera, ajeno a cualquier veneración moral o religiosa, y sin abandonarse a lo fabuloso. [Traducción española de E. de Mier (Madrid, 1909), G. Gómez de la Mata (Valencia, 1923) y A. Tovar (Bue­nos Aires, 1944).]

A. Setti

Eurípides es un genio afectuoso y fluido. (Anatole France)

*    El tema tratado por Eurípides ejerció como todas las tragedias griegas una gran influencia en la literatura de todos los tiem­pos. Jean Racine (1639-1699). en su orienta­ción hacia la tragedia griega, intentó una Aleestes que no fue luego terminada pero que debió de constituir para él una primera muestra de la nueva tragedia que había de tener en Ifigenia en Aulide (v.) su mejor expresión. En efecto, en su prólogo a esta tragedia (1674) Racine cita algunos versos de su Aleestes.      

*     En 1703 se publica una tragedia Alcestes de François-Joseph de Chancel llamado De la Grange Chancel (1677-1758).

*     En 1709 Pier Jacopo Martello (1665-1727) publicó en Roma una Alceste que no es más que la refundición de la tragedia de Eurí­pides. La acción se abre con la llegada de Hércules al palacio del rey Admeto que adolece de un mal misterioso. El médico Macaón, enviado a consultar el oráculo, re­cibe la famosa respuesta. El anciano padre de Admeto, amedrentado por los reproches de Hércules, después de haber intentado de­fender su derecho a la vida, la ofrece en sacrificio a su hijo, pero de tan mala gana que no es posible aceptarla. A Aleestes, es­posa del rey, se le ha ocultado el oráculo. Sólo con amenazas puede inducir a Macaón a referírselo y, más tarde, a proporcionarle el veneno con que ha resuelto inmolarse. Después de un patético adiós a su esposo curado, la esposa se desmaya. Mientras Ad­meto se desespera, Macaón revela a Hércu­les su secreto; ha dado a Aleestes no un veneno, sino un somnífero. El rey ha sido salvado igualmente, porque el oráculo no pedía que ella muriera, sino que estuviese dispuesta a morir. Ahora el médico y Hér­cules se ocupan en preparar poco a poco a Admeto para que el súbito gozo no le mate, pero él es tan incrédulo que Aleestes debe recurrir a toda clase de pruebas para demostrarle que es realmente su esposa redi­viva. En la refundición de esta tragedia, como en la de Ifigenia en Táuride (v.) es notable el cuidado puesto por Martello para evitar cuanto pudiese ofender el gusto de sus contemporáneos. Apartados con un pue­ril artificio, la necesidad de la muerte en escena, mitigada la impresión más cruda del egoísmo en las relaciones entre padre e hijo, exaltados y lisonjeados los espectado­res con algún toque sentimental, creyó de buena fe haber mejorado a Eurípides, y en opinión lo confirmó la calurosa alabanza de Muratori.

E. Ceva Valla

*      Importante desde el punto de vista his­tórico es la Aleestes de Christoph Martin Wieland (1733-1813), para la que escribió una partitura Antón Schweitzer (1735-1787), estrenada en 1773. Wieland intentó con ella introducir la ópera seria en alemania, don­de por entonces dominaba el gusto italiano de la ópera cómica. Su drama escrito en 1773, provocó el mismo año la sátira de Goethe Los dioses, los héroes y Wie­land (v.).

*     En Italia, Vittorio Alfieri (1749-1803), después de haber traducido Aleestes de Eurípides, pensó en volver sobre la vieja tragedia griega para adaptarla al gusto de su tiempo eliminando las que pudieran pa­recer inconveniencias a un lector moderno: el egoísmo de Admeto y de su padre Fereo, y la figuración cómica de Hércules. La Alcestes segunda de Alfieri, compuesta en 1798, se resiente de la rápida vejez del autor, ahora ya desprendido de sus fantasmas de otrora y como un reflejo de su mayor poe­sía trágica es considerada esta Aleestes, en la cual, además de proceder a aquel traba­jo de modernización de que hemos habla­do, ha trasladado el acento de la alegría de la joven esposa y madre que ha sido arran­cada de la muerte, al sacrificio de ella, que ha cumplido sin saberlo nadie, del cual está orgullosa y del cual quiere que su marido sea digno, demostrándose superior a su pro­pio dolor; una heroína pues, «más que mu­jer», parecida a otras heroínas mayores de Alfieri: a A^tígona (v.), por ejemplo, en la tragedia del mismo nombre (v.).

M. Fubini

La ternura sentimental que la Alcestes moderna despierta en sumo grado en el co­razón de quien la lee, nos da a conocer de qué era capaz Alfieri al tratar tanto las pa­siones terribles como las tiernas. (Foscolo) Cuando leemos las tragedias de Alfieri pa­rece que nos transportemos a un mundo más sombrío y de un aspecto más desagra­dable. Una ficción en la que los aconteci­mientos parecen excesivamente tristes, en el que insólitas catástrofes tienen algo de terrible; un clima en el que se unen las nieblas del norte con la llameante tempes­tad de la zona tórrida. (A. W. Schlegel)

*     El 21 de abril de 1914 fue estrenado Alcestes, obra del escritor español Benito Pérez Galdós (1843-1920). Moderniza el tema de Alcestes del Eurípides clásico, como en tantas obras en que el nombre es típico de un sentido simbólico actualizado. Aun­que menos poderoso que el caso de El abue­lo (v.), asistimos al caso Galdós novelista que lleva dentro a un poderoso drama­turgo. Hay siempre en él «más drama que escena», o sea, visión del conflicto funda­mental sin capacidad técnica suficiente para un brillante éxito en las tablas. Pérez de Ayala es uno de los mejores autores actua­les que mejor han visto el valor dramático de Galdós, incluso contraponiéndolo a Benavente. Galdós mezcla en su teatro, como en toda su obra, lo vulgar con lo sublime, la grandeza de sentimientos con deficiencias intelectuales. Alcestes por ser sólo humano no dio lugar a las apasionadas polémicas religiosas de Electra (v.), y, dentro de su originalidad, debe colocarse entre la serie de obras de tal título o asunto semejante, que derivan de la obra de Eurípides.

A. Valbuena Prat

*     Otra obra sobre el mismo tema es la de Hugo von Hofmannsthal (18741929), titulada Alkestis, escrita en 1916

*     Entre los numerosos melodramas de este título tiene gran importancia en la historia de la música el Alcestes [Alceste ou le triomphe d’Alcide] de Jean Baptiste Lully (1632-1687), obra en cinco actos sobre libreto de Philippe Quinault que fue estrenada en París en 1674. Lully, que quería alejarse del género de las “pastorales” en música, entonces en boga en el teatro francés, pidió a Quinault libretos de tema trágico que permitieran la represe3ntación de las pasiones humanas. También esta ópera, pues, como la anterior Cadmo y Hermione (v.)k es una tragedia lírica: su trama es complicada pero lógica sin las extravagancias de los libretos italianos de la época y muy diferente del de Eurípides. Alcestes está a punto de casarse con Admeto a quien ama prefiriéndolo al rey Licomede3s. Sin saberlo ella, es amada también por Hércule3s. En una fiesta Licomédes rapta a Alcestes y la lleva a Esciros. Hércules y Admeto le persiguen; Hércules libera a Alcestes, pero Admeto queda herido mortalmente. Apolo ha prometido dejar vivir a Admeto si alguien se sacrifica y muere en su lugar. Alcestes entonces se mata. Hércules descubre su amor por la muerta y va a buscarla al Hades, con la condición de que Admeto se la ceda. Pasa la Estigia en la barca de Caronte, encadena al Can Cerbero y se presenta a Plutón en medio de fiesta infernal.

Conseguida Alcestes, la vuelve a la luz del día. Alcestes y Admeto se despiden desesperados, pero Hércules conmovido se la cede a Admeto entre la alegría general. En la ópera se incluye un episodio secundario, el de la joven Cefisa y sus amantes, cuyo matiz de ligera y galante comicidad da pie para introducir pequeñas «canciones» que agradaban al pú­blico. La acción va precedida de un prólo­go que se desarrolla entre las ninfas del Sena y los dioses fluviales. Alcestes está compuesta según el modelo del Cadmo, al que Lully se había de atrever en adelante, y sobre el cual se compusieron después las obras teatrales durante más de un siglo en Francia. También aquí tiene importancia fundamental el recitativo, del cual surgen las arias en los momentos de mayor exalta­ción, anunciando en este sentido la refor­ma glucina. Los pasajes de forma ce­rrada (arias, canciones, coros) son numero­sos. Mayor importancia se ha dado a la parte instrumental, y con gran maestría están tratadas las grandes masas corales, que a menudo cantan dos o tres coros. El punto culminante de la partitura es la «pompa fúnebre» de Alcestes; una escena entre las más logradas de Lully es también la de Caronte con las sombras infernales y el aria de Caronte (acto cuarto) la única ópera que ha llegado viva hasta nuestros tiempos y que es relativamente conocida. La obra se inicia con una ober­tura, del tipo clásico instaurado por Lully. La partitura, escrita con suma habilidad y con extraordinaria variedad de metros, fi­gura entre las más ricas y geniales de Lully.

M. Doria

*      Nicolau Adam Strungh (1640-1700) compuso una Alcestes estrenada en 1682 en Hamburgo, donde en 1719 fue también es­trenada una Alcestes de Georg Caspar Schürmann (1672-1751). También Georg Friedrich Hándel (1685-1759) se inspiró en la tragedia de Eurípides para un oratorio, Alcestes, ejecutado en 1749 en Londres, el cual, sin embargo, no puede considerarse entre los mejores de los oratorios profanos compuestos por el gran maestro alemán para la corte inglesa.

*      Más tarde aparece la Alcestes de Christoph Willibald Gluck (1714-1787), sobre un libreto de Ranieri de’ Calzabigi, represen­tada por primera vez, en lengua italiana, en el Hofburg de Viena el 16 de diciembre de 1767. Una segunda versión, con impor­tantes modificaciones (texto adaptado y tra­ducido al francés por F. Le Blanc du Rollet) estrenó en la ópera de París el 23 de abril de 1767, y ha quedado como versión definitiva. Los autores han aportado a la tragedia de Eurípides una simplificación ra­dical. El prólogo queda suprimido y tam­bién ciertas situaciones (como la áspera disputa entre Admeto y su padre); el per­sonaje de Hércules queda sustituido por la aparición final de Apolo; además Admeto no acepta, como en Eurípides, el sacrificio de Alcestes, sino que corre hacia las puer­tas del Averno para llegar antes que ella. El drama queda pues reducido a una breve serie de estados de ánimo de la protagonis­ta. El primer acto comprende en efecto el lamento de Alcestes y de los ciudadanos de Fere por la próxima muerte de Admeto, la súplica a Apolo quien, por boca del sacer­dote, concede que el rey se salve si otra persona se sacrifica en su lugar, y la volun­taria elección de Aleestes para el sacrificio. El segundo se inicia con la fiesta por la sal­vación de Admeto que ignora, como el pueblo, el precio de su rescate; pero turba­do por la actitud de Aleestes le arranca la confesión de la verdad, cambiando la ale­gría general en aflicción.

El tercer acto es la lucha de los dos esposos en la puerta del Averno, resuelta por la intervención de Apolo, que los devuelve, sanos y salvos. Al publicarse en 1769 la primera versión, Gluck puso, a manera de prólogo, una epístola-dedicatoria a Leopoldo II, Gran Duque de Toscana, en la cual resume rápi­damente los puntos principales de su «re­forma», aplicada ya, con la colaboración de Calzabigi, en el Orfeo e Eurídice (1762). Estos sencillos puntos se resumen en el afán de «verdad» y naturalidad de expresión mu­sical que se ofrece siempre siguiendo el texto literario; posición polémicamente re­volucionaria contra la práctica de la ópera italiana coetánea que estaba ligada a formas musicales precisas y substancialmente au­tónomas respecto al texto. De ahí que el ideal de Gluck se tradujera en la práctica, además de en la supresión de los abusos de los cantantes (fiorituras y otras cosas por el estilo) en la ruptura de las formas, cerradas las cuales, sino desaparecen del todo, en realidad tienden a fundirse entre sí para formar un superior arco arquitec­tónico; y esto sobre todo por medio del uso de un recitativo acompañado siempre por la orquesta, y de tono expresivo no inferior a las arias, el cual, pues, incluye soluciones de continuidad; y además por el uso libé­rrimo del coro, que participa continua y sinfónicamente en el drama, así como por la estructura extremadamente original de las arias, libres muy a menudo de casi to­das las convenciones al uso (repeticiones, conclusiones de efecto fijo, etc.) y atrave­sadas por continuas incursiones en libre re­citado. Aparte de cualquier otra determiminación específica en la música gluckiana, la epístola dedicatoria de Aleestes ha que­dado en la historia del drama musical como un punto firme, con valor casi de «mani­fiesto» polémico, para informar con su espí­ritu las más notables poéticas del drama musical posterior.

La simplificación del ar­gumento acabada de referir, así como la fi­delidad a los ideales expresados en la epís­tola, hacen posible, en la versión francesa más madurada, un progreso notable, aun en comparación con el Orfeo, que quedó más variado en motivos y también más ligado a las formas cerradas. En Aleestes la con­centración sobre el drama interior de la protagonista es absoluta y el arco arquitec­tónico basado en la sucesión de sus estados de ánimo, de sus debilidades femeninas y de sus arrebatos de heroísmo, se levanta con extrema delicadeza. Es más; precisa­mente esta unidad rigurosa, fue la respon­sable de numerosas acusaciones de mono­tonía expresadas por los contemporáneos, los cuales llegaron, en París, a aprovecharse de la ausencia del actor en las represen­taciones para introducir a manera de «divertimento» el personaje euripídeo de Hér­cules, con una escena al comienzo del ter­cer acto que fue compuesta por el francs Gossec. (La adición, que incluye natural­mente la sustitución de Apolo por Hércules en el papel de salvador, ha quedado en varias ediciones, incluso en algunas moder­nas, a pesar de que normalmente se la su­prima en la ejecución.) Y también formal­mente se hallan pasajes más radicales en esta obra; por ejemplo, fuera del terceto final entre Aleestes, Admeto y Apolo, la obra no cuenta con solos (dúos, tercetos, etcétera), en la forma tradicional, sino sólo en la dialogada; en efecto, cuando en un punto del dúo delante del Averno, Aleestes y Admeto cantan simultáneamente, no lo hacen acordes sino en contraste (como lo exige el texto, pues cada uno de ellos se propone superar al otro), y el dúo no acaba cantando los dos a la vez, sino terminado sólo por Admeto. Ya la obertura por pri­mera vez en Gluck intenta realizar el nue­vo empeño de correspondencia con la ac­ción hermética que teoriza la epístola y que después se convierte en costumbre cada vez más firme durante el siglo XIX; menos per­fecta y sensible que la de Ifigenia en Auli­de (1775), contiene a pesar de ello, en sus escasos compases de introducción, una ins­piración lírica de extraordinario poder evo­cador; un fragmento melódico de dos notas solas (re-fa en tono de re menor), varias veces repetida, que aún sin ninguna refe­rencia temática con el resto de la obra, im­presiona inmediatamente como una llama­da a un rito rigurosamente interior y reli­gioso, y queda en nuestro recuerdo como símbolo del tono de toda la ópera.

Este tono puede tal vez definirse como el mo­mento mejor equilibrado de Gluck, entre los extremos del vivaz relieve colorístico del Orfeo y de la hierática monocromía de Ifigenia en Aulide al paso que la Armida (1779), harto más rica en motivos que Aleestes, es aún más viva en muchos mo­mentos, por el extremismo romántico con que está profundizado a veces su lenguaje, o se origina en parte de aquella rigurosa unidad y sencillez de acción en la que re­cibe el eje de la poética gluckiana, en cuanto se realiza en ella el «tour de forcé» logrado, de tomar como base un antiguo texto literario (el mismo de Quinault, que un siglo antes había servido a Lully). El coro ayudado también por la danza en que se cambia alguna vez o que se une a él, adquiere significados desconocidos por la invención coreográfica de la ópera france­sa, el crear sinfónicamente un fondo casi de bajorrelieve que encuadra y dispone las figuras del drama en una especie de cortejo sacro, determinando su particular valor poético el cual puede definirse en términos de un altísimo esteticismo estilístico, a un nivel de cultura humanística al que muy raramente ha logrado elevarse la música, en ninguna época. El coro, en efecto, está por modo mágico omnipresente aun allí donde calla o está materialmente ausente de la escena. Y en algunas partes de la obra como al comienzo y sobre todo en la cele­bración festiva del segundo acto (en que Gluck se sirvió de un pasaje ya usado en París y Elena, pero avivándolo con el con­traste de una dolorosa interrupción «apar­te», de la protagonista), y el coro absorbe y envuelve completamente la materia mu­sical; pero en otras partes de la ópera las escenas de los solos tratan siempre de una ardiente introducción coral, como determi­nando progresivamente su individualidad desde el religioso suspiro de las masas. Tal es el caso también de la escena del Averno en el tercer acto en que, además de breve coro de los espíritus infernales, que es evidente función de dialéctica dramática (entre otras cosas, está obstinadamente sila­beado sobre una nota única), tenemos al principio una breve y solemne lamentación coral inútil para la unión y sólo necesaria para los fines poéticos del fondo, ya men­cionados.

F. D’Amico

*     Finalmente, deben ser recordadas las óperas de Giovanni Battista Lampugnani (1706-1781), que puso música a una Alcestes, estrenada en Londres en 1174; de An­tonio Marcos Portugal (1762-1830), cuya Alceste estrenada en Venecia en 1799, es entre sus numerosas óperas la que obtuvo mayor éxito; y la adaptación de Eurípides, en tres actos y en verso por el francés Hyppolithe Lucas (1807-1878), con coros y música de Antoine Elwart (1808-1877), es­trenada en París en 1847. Entre otros, han escrito partituras para la tragedia de Eurí­pides, Charles Lloyd (1849-1919) Hugo Rüter (n. 1859}, y Charles Williams (1855-1928).