A la Sombra de una Mujer, Henri Duvernois

[A l’ombre d’une femme]. Es ésta quizá des­pués de Edgar (v.), la novela más vigorosa de Henri Duvernois (1875-1937); la que, fruto de una madurez todavía lozana (el libro data de 1933), refleja mejor las vir­tudes y defectos del autor. El pequeño León Remoulat pasa la infancia y la ado­lescencia en un caserón humilde de los su­burbios de París, lleno de personajes dis­pares, angustiados todos por la miseria, además del temor natural que les inspira Monsieur Pulvinaire, el propietario del in­mueble, riquísimo y avaro. En este am­biente vive el chiquillo entre una madre y un padre borrachos; su infancia está ilu­minada por su amor hacia una muchachita vecina, la pequeña Mariette. Así crece nuestro héroe y con él Mariette; pero las gracias frágiles de la jovencita ocultan un carácter frío y decidido, resueltamente egoísta y despiadadamente arrivista.

Aprovechándose de una penosa pasión senil que ha desatado en el viejo Pulvinaire con sus artimañas, la jovencita, después de casarse con León (quien naturalmente permanece ignorante de todo) le hace entrar como so­cio en la propiedad de Monsieur Pulvinai­re. Por dicho camino conduce al marido y a la familia hacia la riqueza, en progresión inexorable que arrastra al ingenuo León sin posibilidad de resistencia. Al fin León acaba por descubrir todos los secretos ver­gonzosos, pequeños y grandes, en que se asienta su prosperidad. Sufre; pero mayor aún es el dolor al conocer la verdadera naturaleza de aquella mujer que, imaginándosela muy distinta, ha amado durante casi toda su vida. León no es hombre de escándalos ni de grandes frases románticas; sin embargo, encontrándose en el umbral de la vejez, prisionero de un mundo que le repugna profundamente, se ve envuelto en una marea de disgusto, y su desazón es tanto más desesperada e irreparable porque le envenena todo el pasado. Con su abun­dante material humano, rápido y variado, el libro es en conjunto demasiado lineal y sucinto, sencillo e ingenioso, como todos los de Duvernois, autor presuroso y sober­biamente feraz. Sin embargo, incluso en ello surge una cualidad; el calor de simpatía humana que anima casi todas sus páginas, la bondad indulgente y el brío agradable con que Duvernois, heredero de los gran­des narradores del Ochocientos, se inclina sobre sus mediocres personajes, para cap­tar el rasgo cómico y la nota conmovedora con una simpatía cordial que hace pensar en Daudet.

M. Bonfantini