[La República o De la Justicia]. Gran diálogo filosófico en 10 libros de Platón (427-347 a. de C.), compuesto, según se cree, entre 389 y 369.
La obra se presenta al comienzo como una investigación del concepto de justicia, ampliándose después en un cuadro cada vez más complejo que contiene todos los aspectos fundamentales de la más madura especulación platónica. El diálogo no es presentado directamente, sino que Sócrates refiere a un oyente anónimo las conversaciones que se desarrollaron el día antes en El Pireo en casa de Polemarco, hijo de Céfalo, entre él, el propio Céfalo, los hijos de éste y algunos amigos de ellos, entre los cuales había dos hermanos de Platón. El punto de partida fue dado por el viejo Céfalo, el cual, al ofrecer los sacrificios, se alegraba de que su riqueza lo hubiese preservado de cometer injusticia. Esto induce a Sócrates a recordar la definición de la justicia dada por el poeta Simónides: la justicia consiste en dar a cada cual lo suyo, esto es, hacer bien a los amigos, y mal a los enemigos. Pero esta definición es confutada por Sócrates especialmente con la observación de que perjudicar a los enemigos significaría hacerlos más malvados e injustos, pues el único daño para el hombre es la maldad, y de este modo la justicia engendraría injusticia.
Al llegar aquí, Trasímaco, en quien Platón encarna el tipo del sofista extremista, irrumpe con grosera violencia en el diálogo, estimando justo «lo que aprovecha al más fuerte», el cual en el Estado detenta el poder para su propio provecho y nada más, y calificando por lo tanto como ridículos y necios a los hombres de bien que por su sumisión se hacen infelices, mientras la injusticia, y máxime la suprema, esto es, la tiranía, hace afortunado y feliz a quien la practica impunemente. A esta tesis destructora de todo valor moral, Sócrates opone su concepción de los gobernantes atentos sólo al bien de la ciudad, y su identificación del injusto, que quiere superar a buenos y malvados, con el ignorante, el cual, como no sabe nada, pretende saberlo todo y se propone superar a quien sabe y a quien no sabe. Sólo el justo, por lo tanto, sabe verdaderamente procurar bien para sí mismo y vive contento y feliz. Con esto, sin embargo, no se hace sino plantear el problema, y para mejor resolverlo, ahora la investigación se va desenvolviendo por medio de un examen del Estado, en cuanto, siendo éste «un hombre en grande», en él será más fácil descubrir lo que es propiamente justicia.
Originada por la exigencia de proveer a las necesidades fundamentales y fundada en el cambio mutuo de servicios, la convivencia estatal primitiva es sencilla, sana y feliz. El surgir de nuevas necesidades, molicies y refinamientos, conduce en cambio a la ciudad a la «hinchazón», llenándola de artesanos y artistas de todas clases, y la impulsa finalmente a hacer guerra a los vecinos por la codicia de «poseer sin límites». De aquí también la necesidad de la defensa y de la formación de una clase integrada por guerreros. En un Estado ideal perfectamente ordenado, en cambio, la avidez de poseer queda excluida, y los guerreros son únicamente los defensores y custodios de la ciudad. La educación de estos custodios es máximo cuidado del Estado ideal: la constituyen gimnasia para el cuerpo y música para el alma. Nada de impuro, de mentiroso, de inmoderado, ni en las fábulas, ni en los mitos, ni en los cantos (comprendidos en la «música» en general) con que se educa a los niños; refinamientos y grosería violenta han de ser igualmente excluidos de la gimnasia. Para las supremas magistraturas deberán ser elegidos los mejores guerreros, los que hayan dado pruebas en toda circunstancia de no querer sino el bien de la ciudad venciendo fatigas, sufrimientos y peligros, y superado los halagos de los placeres.
Con el fin de que la codicia de poseer no surja en el alma de los guerreros y de los gobernantes y la abnegación por el Estado sea absoluta, Platón cree ser necesaria la supresión de todo interés individual, y por lo tanto la más completa comunidad de vida: habitación y comidas, haberes, mujeres e hijos; las uniones, intervenidas por el Estado a fin de que quede asegurada la generación de una prole sana y fuerte; los nacidos de hombres inferiores, o de uniones no vigiladas, o de cualquier clase de inválidos, deberán ser dejados como expósitos y abandonados; los hijos, criados en asilos del Estado para que padre y madre, ignorando cuáles son los suyos, amen como tales a todos los niños de la misma edad, y éstos, a su vez, consideren como madres a todas las que estaban en edad de engendrar cuando ellos nacieron. Una propiedad limitada es, en cambio, concedida a la clase de los productores, campesinos y artesanos, que provee a las sencillas necesidades de los «custodios», porque la opulencia los volvería perezosos y la miseria les impediría progresar en sus artes.
Determinada de este modo la ordenación del Estado ideal, en que la distinción de todas las clases no se efectúa por derecho de nacimiento, sino según las aptitudes de cada cual, Platón ensalza su perfección, como unidad del todo y armonía de las partes, entre^ las cuales los diversos cargos son distribuidos exactamente, con lo que se consigue, no la felicidad de los individuos en el lujo y en la riqueza, sino la del conjunto, en la fuerte y sana pobreza. Este estado es, pues, «bueno», esto es, «sabio, fuerte, prudente y justo». La sabiduría reside en los «custodios perfectos», los cuales por norma de ella rigen el todo; en los guerreros la fortaleza, que no es mera fuerza animal, sino «ciencia» de lo que se debe y lo que no se debe temer, esto es, «fortaleza civil»; la prudencia consiste en el «orden» y en la «templanza» de gobernantes y gobernados, por la cual, siendo refrenadas todas las concupiscencias, el Estado es «propiamente señor de sí mismo»; la justicia, en fin, es la misma armonía del conjunto y se realiza en cuanto cada orden obtiene la virtud que le es propia y cumple el oficio que le corresponde.
Y la justicia no es otra cosa en el individuo, porque el alma consta de tres principios diversos: razón, ímpetu y apetito, cada uno de los cuales «debe cumplir su cometido» que exactamente corresponda a los cometidos de los tres órdenes del Estado. Música y gimnasia, estimulando y alimentando la razón y haciendo dócil a las órdenes de ésta la parte irascible, los harán capaces para dominar la parte del alma que es sede de los deseos, por lo cual el hombre tendrá sabiduría, fortaleza, templanza y la armonía interior, dote «regia» del sabio. Por el contrario, la injusticia será precisamente la turbación de esta armonía, provocada por el predominio de la parte bestial, a la que no le corresponde mandar. Un Estado de este carácter es posible con tal que los filósofos gobiernen, o los reyes y los poderosos se hagan filósofos. Filósofo es el que, deseando la sabiduría entera, con ardor de ingenio «dispuesto a gustar toda disciplina», aspira a la ciencia «inmune de error» y desprecia la «opinión» que, por el contrario, está sujeta al error.
Ciencia y opinión no pueden dirigirse al mismo objeto: mientras ésta capta el mundo sensible, mudable y sujeto al devenir, aquélla, que aspira a lo que es y no cambia nunca, deberá, pues, consistir en la contemplación de una realidad diversa, ideal y absoluta. Si la una conoce cosas bellas individuales que tienen siempre en sí algo de feo y defectuoso (o «no ser»), la otra conoce lo bello en sí, la idea de lo bello, limpio de toda mezcla. Ahora bien, precisamente porque solamente los filósofos, libres de las trabas de los cuidados sensibles, contemplan los ejemplares ideales de lo bello, de lo justo y del bien, a ellos corresponde gobernar.
Por esto los mejores entre los guerreros deberán ser educados para llegar a ser rectores del Estado ideal, mediante una graduación de disciplinas cada vez más arduas, que culminan en el conocimiento excelente sobre otra cualquiera, la de la idea del bien, fuente de la justicia y de todos los demás valores, y como el definirla es muy arduo, convendrá recurrir a una analogía: como el sol da a las cosas sensibles la luz, y a nosotros la capacidad de verlas, así el bien difunde sobre los objetos del conocimiento científico la luz de la verdad y permite que la mente los entienda; como el sol da vida a todos los seres, así el bien da el ser a toda cosa «que es», por cuanto es por sí mismo superior a la verdad, a la ciencia y a la vida. La distinción entre la falaz realidad sensible y la absoluta realidad ideal está ilustrada por Platón con el célebre mito de la «caverna». Imaginémonos unos hombres encadenados en el fondo de una caverna, de espaldas a la entrada, y a los cuales una argolla impide volver la cabeza, obligados por lo mismo a no ver sino las sombras de los objetos que otros llevan proyectadas por una gran luz de hoguera.
Esos hombres tendrían tales sombras por reales y aunque les liberasen de sus grillos y les volviesen hacia la luz, deslumbrados por ésta no sabrían distinguir los objetos, hasta que, sacados a viva fuerza del fondo de la caverna y habituados sus ojos poco a poco a la luz, se convencerían ~por fin de su primitiva ilusión, y vueltos ya capaces de ver las cosas iluminadas y también el sol, quedarían felices y contentos. De este modo estamos nosotros encadenados en el mundo sensible de los intereses terrenos y tomamos por realidad lo que es pura apariencia e ilusión, sombras, reflejos y cosas naturales, y sólo con fatigoso proceso somos sacados por la instrucción científica de nuestro error, a la contemplación de las ideas, única realidad absoluta. La educación de los que rigen el Estado ideal deberá precisamente obrar esta conversión de toda el alma de la falaz apariencia sensible a lo puro inteligible, al bien, enderezando oportunamente la divina virtud del entendimiento mediante una sucesión ordenada de ciencias propedéuticas: la aritmética, la geometría, la estereometría (geometría de los sólidos), la astronomía, la armonía, las cuales captadas en sus conexiones, conducirán la mente a desprenderse cada vez más de lo sensible y la volverán hacia la contemplación suprema, la dialéctica.
En ésta, los sabios conseguirán la felicidad, mientras que el tener que dejarla, por turno, para dedicarse a los deberes de Estado, deberá serles impuesto como un sacrificio necesario. He aquí cumplido el diseño del Estado aristocrático, educador de sus propios ciudadanos, difícil y, con todo, no imposible de realizar. En cuanto a las demás formas del Estado, las reales, y al tipo de hombre que responde a cada una de ellas, es necesario también examinarlas para comprender lo que es injusticia. Platón distingue cuatro: el Estado ambicioso y timocrático (Creta, Esparta); el oligárquico, el democrático y el tiránico, que él ve sucederse uno a otro por un proceso de corrupción del Estado ideal. De generación en generación, el imperio de nuestra parte racional (así en el Estado como en el hombre, con perfecta convertibilidad) va siendo substituido por el predominio de nuestra parte impetuosa, que se ha vuelto groseramente violenta y ambiciosa (gobierno timocrático), y por lo mismo codiciosa de poseer (oligarquía) después por el predominio de los apetitos licenciosos (democracia), y que se torna finalmente perversidad sin límites en el estado tiránico.
A éste, «el sumamente injusto», Platón contrapone el perfecto, de manera que sea al fin posible establecer si, como Sócrates lo había sostenido contra Trasímaco, justicia e injusticia se identifican respectivamente con felicidad e infelicidad. En cuanto a la tan ponderada felicidad del tirano, Platón la describe en incisiva confutación contra la tesis de Trasímaco. Todo él afectada mansedumbre al comienzo, el hombre tiránico despoja a sus conciudadanos y se torna bribón y malvado; para extinguir toda libre voz de crítica debe quitar de en medio precisamente a los mejores, los más sabios y meritorios, de manera que no puede tener amigos sino sólo esclavos vilmente trémulos; esclavo él también de sus propias pasiones, torturado por temores incesantes, inflamado por insaciable codicia, busca los viles placeres de los sentidos, siempre mezclados con dolores, alimentándose de sombras vanas. Es la antítesis del hombre «regio», dueño de sí mismo, el cual, adhiriéndose a lo que es y no cambia, goza del «estable y puro placer» de la sabiduría y de la virtud, instauradoras de orden y serenidad en el alma.
La injusticia, pues, no aprovecha a quien la practica, aunque permanezca impune, antes al contrario, porque sólo el pagar la pena de su crimen liberaría y devolvería la salud al alma, y el injusto en aquel caso, se torna peor todavía y por lo mismo más infeliz (v. Gorgias). Queda de este modo aclarado que justicia y felicidad coinciden en el concepto de la armonía del alma, instaurada por la sabiduría, por cuanto ésta es contemplación de los modelos eternos, las ideas, a las que los ojos del espíritu vuelven su mirada desprendiéndose del engaño del mundo sensible; de aquí procede la tan conocida condena platónica del arte, el cual por ser imitación de lo sensible reconduce y encadena a él. Los poetas, especialmente con la tragedia y la comedia, excitan pasiones violentas y descompuestas, lágrimas y risa inmoderada: la poesía debe, pues, ser desterrada de la república, exceptuando los himnos a los dioses y a los héroes, puesto que, a pesar de procurar grandísimo placer, sería nefando hacer traición por él a la verdad y a la justicia. Pero Platón también es poeta, como en otras partes de sus diálogos, particularmente al final de éste, dedicado a la vida de ultratumba. El alma es inmortal, y no puede perecer por las enfermedades del cuerpo porque ni el mal que le es propio, la injusticia, puede destruirla, sino sólo dañarla, y «pariente de lo divino» por el «amor que tiene del saber».
Y aunque la justicia ante todo sea un bien por sí misma, los dioses le reservan recompensas grandísimas desde la muerte del cuerpo, como reservan penas terribles a la injusticia, especialmente a los tiranos, unas y otras narradas por el mito de Hera. Obra maestra de la filosofía platónica, la República debe ser ante todo comprendida como la más alta y cumplida expresión de aquella concepción aristocrática de la ética y de la política que, al descubrir en la fatigosa conquista de los valores eternos superindividuales propiamente humanos la justificación de la vida, Platón intenta oponer a la disolución espiritual de la «polis» que se había iniciado en la época de los sofistas. Significado histórico que nada quita a su grandeza universal, a la cual en toda época los espíritus más diversos se volvieron como a fuente de verdad eterna. [Trad. española de Patricio de Azcárate en Obras completas, tomos VII y VIII (Madrid, 1871) y en la edición argentina, tomo III (Buenos Aires, 1946). Es clásica la traducción de José Tomás y García (Madrid, 1805; reimpresa en 1886). Existe, además, la versión de Francisco Gallach Palés (Madrid, 1941). La mejor y más reciente es la de José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano (Madrid, 1949)].
E. Codignola
Platón ofreció a nuestro deseo más que a nuestra experiencia un estado pequeñísimo e irreal, en que, sin embargo, se pudieran ver los principios de la ciencia política; yo, en cambio, me esforzaré por aplicar aquellos mismos principios no a una sombra o a un fantasma de Estado, sino a la más majestuosa república. (Cicerón)
En las obras de Jenofonte domina una devoción supersticiosa; en las de Platón, una devoción entusiástica. (Hamann)