Los primeros trabajos del crítico italiano Renato Serra (1884-1915) son poco más que el testimonio de una diligente aplicación: nos referimos al breve estudio «Sobre la pena de los derrochadores» (inf. c. XIII, vv. 109- 129) —publicado en el «Giornale storico della Letteratura italiana», en 1904 — ya otro sobre los «Trionfi del Petrarca», tesis doctoral expuesta en Bolonia el 28 de noviembre del mismo año.
Son ciertamente dignos de mención el fervor del joven investigador, y en muchos casos, especialmente en su obra sobre Petrarca, algunas brillantes sugerencias que dan soluciones inspiradas e inteligentes a varios problemas: pero nos encontramos ante un período de noviciado, y la personalidad de Serra está todavía lejos de su madurez, hasta el punto de que se adapta con evidente celo a las fórmulas de un procedimiento escolar siguiendo, incluso en los giros del lenguaje, un estilo adornado y arcaizante, características propias de una «humanitas» más ingenuamente buscada que sinceramente adquirida como consecuencia de una madurez en el estudio y en la reflexión. Lo que hemos dicho: período de noviciado. Pero conviene añadir en seguida, que este noviciado fue excepcionalmente breve y tan denso en meditadas experiencias, que no dejó el menor rastro de «dilettantismo» ni tara alguna.
El período de 1908-1909 representa la breve época feliz de Serra, bruscamente truncada en 1915 por su muerte en la guerra. Aparecieron notas, artículos y ensayos a menudo extensos sobre diversos temas literarios: una precipitada lectura de los títulos podría hacer pensar en la confusión de una producción desordenada e, incluso, extemporánea: Pascoli, Beltramelli, Severino Ferrari, Rudyard Kipling, Paul Fort, Kant, los líricos griegos…; más que en el trabajo de un filólogo salido de la Universidad de Bolonia —de la escuela de Carducci y de Acri— se podría pensar en la producción de un autodidacta. A pesar de esto, Serra posee un orden interno sostenido por claras y humanísimas razones: lo que en su obra parece ser más casual y gratuito, responde en realidad a la necesidad de una búsqueda profunda, es decir, de claridad, que el estudioso intenta conseguir experimentando su propia sensibilidad e inteligencia en los textos que la ocasión pone en sus manos. Fueron pocos los que, a principios del siglo XX tuvieron, como él, una tan alta y total confianza en la profesión del escritor.
Y es tal vez el único caso en la historia contemporánea, de un hombre que busca —y a menudo encuentra— en las páginas propias y en las de los demás, una completa correspondencia entre los motivos más libres del corazón y del cerebro. Por esto los escritos literarios de R. Serra pueden ser considerados como obra crítica sólo con muchas reservas: demasiado a menudo, en su adhesión total, sobrepasa los ya dudosos límites de la objetividad y adquiere el tono de la confesión privada, del «hecho personal». Con todo, contemplándola a una conveniente distancia, que justifique la comodidad de ciertas clasificaciones, diremos que la obra literaria de Serra aparece dominada especialmente por dos motivos: por el motivo ético intelectual y por el lírico descriptivo: dos elementos ya próximos, ya opuestos, hasta el punto de aparecer confusos. El motivo ético intelectual es el que, a través del recuerdo de las enseñanzas de Carducci, lo enlaza con la tradición humanística.
Es el anhelo de una sociedad literaria vista con la mirada nostálgica de un contemporáneo de los «crepuscularios»; los ensayos sobre Pascoli (1909), Panzini (1910), Ferrari (1910-1911) y, sobre todo, el ensayo «Para un catálogo» (1910), también titulado «Carducci-Croce» — en donde el paralelo entre los dos hombres se resuelve con una abierta declaración de simpatía por el primero — pertenecen todos a una sola corriente y — más allá de cualquier resultado concreto en el campo de la investigación crítica — valen como testimonio de un ambiente querido, sostenido por fuertes y generosos sentimientos, provisto de una sólida cultura y, si se quiere, oliendo suavemente a casero y provinciano. Serra no fue nunca un «carducciano», a excepción de sus primerísimos tiempos, pero — y éste es tal vez uno de sus secretos— habría querido serlo por razones de tipo ético más bien que literario.
Un carducianismo sin delirios por la poesía del maestro ni arrebatos por su valor como crítico e historiador, sino nacido de un espíritu íntimamente conservador, según el cual Carducci habría sido el último representante del orden, la honradez y la disciplina activa. Por lo que se refiere al mundo lírico descriptivo, tenemos señales de éste aún más frecuentes y evidentes, puesto que ciertas expansiones, además de estar en relación con su temperamento, se explican por la época juvenil durante la cual el autor desarrolló su propia obra. Un texto típico de este género es el famoso ensayo «Agradecimiento a una balada de Paul Fort» (1911), que tanto ha influido —directa o indirectamente — sobre los ejercicios críticos de las generaciones siguientes. La figura y la obra del escritor francés son, en este ensayo, sólo un pretexto, una ocasión: en el centro del interés que ha dictado el breve trabajo, está él mismo, Serra, con un humor de lluviosa mañana dominical. El texto de Fort es visto pues de una manera indirecta, es decir, según las reacciones que su lectura ha provocado en la sensualidad del escritor.
Éste se complace en la descripción de sí mismo y sobre todo del ambiente, adaptándose sin reservas —y con gran lujo de morosidades y preciosismos — al papel de «criticus ut puer», sin más recuerdos ni otros instrumentos que su propia sensibilidad abierta a la naturaleza a la vez que a la poesía. Y trazas de una tal disposición en el juego de los sentimientos, que empujan al autor muy cerca del ejercicio de la poesía, se encuentran un poco por doquier. Así, pues, podemos decir de Serra que oscila constantemente entre los dos polos de la libre escritura — confesión sentimental, de diario— y de la crítica propiamente dicha, tal como cabía esperar de un discípulo de Carducci. Tampoco parece que por naturaleza lograra librarse de esta contradicción entre sus impulsos: hecho en el que reside su limitación, a la vez que su hechizo y la verdadera razón por la que su figura es una de las más humanamente complejas de nuestras letras contemporáneas. En él influyó mucho, sin duda, el peso de la época en que vivió: época de crisis y de transición, entre ideales derrumbados o tambaleantes en la espera de nuevos y más firmes entusiasmos: situación a la que no podía faltar el alivio de la auto contemplación y de unos huraños celos de sí mismo.
Pero un juicio sobre los escritos literarios de R. Serra se hace todavía más difícil por lo prematuro de su muerte, que lo sorprendió a los 31 años de edad. ¿Cuántos de sus defectos, cuántas de sus debilidades eran una característica de juventud, y cuántas la característica de una personalidad bien definida? Tal vez las páginas a las que él confió la implícita respuesta a estas preguntas son las de Le lettere, breve panorama de la literatura italiana a fines del primer decenio de este siglo (Roma, 1914): capítulos llenos de observaciones agudas, en donde los pasados grumos de sentimentalismo se disuelven en ironía, en humanísima penetración de los diversos personajes. Es un razonado catálogo de juicios, casi todos ellos válidos hoy todavía, cuando gran parte de los enjuiciados nos son conocidos por su labor posterior a la época de Serra: una clarividencia, en suma, que no sabríamos si atribuir a agudeza de ingenio o a finura de sensibilidad. De allí habría arrancado tal vez para Serra la época de su pleno magisterio.
F. Giannessi