[De la certitude morale]. Estudio de las condiciones de la certidumbre en el orden moral, de Léon Ollé-Laprune (1839-1898), publicado en 1880. La advertencia de Platón: «Es menester ir a la verdad con toda el alma», asimilada por el autor en su primera juventud, formó el núcleo de toda su concepción del «deber intelectual» de conocer la verdad y prestarle asentimiento; puesto que la verdad no se deja conquistar por un mecanismo lógico, sino que requiere, para entregarse, disposiciones morales. Ahora bien, un agente moral implica una ley moral: por lo tanto la libertad moral, la existencia de Dios, a la vez legislador, juez, remunerador, y la vida futura, son verdades morales, por ser reglas de la moral o condiciones que la hacen posible. El autor no es ni fideísta ni subjetivista, y para él la verdad es objetiva, esto es, independiente de nuestra voluntad y de nuestro pensamiento; pero para alcanzarla son necesarias disposiciones personales de valerosa fidelidad a los primeros rayos de luz, de sumisión anticipada a la verdad, sea cual fuere. Disposiciones estas subjetivas, porque el cumplimiento de un deber es lo más personal que hay en el mundo; pero el deber mismo es lo más independiente de nosotros. En los tres primeros capítulos de la obra se estudia la certidumbre real, o de las cosas, y la abstracta, o de las ideas; la conciencia y la ciencia; los dos modos de conocer y afirmar las verdades morales, la función de la voluntad en el juicio, en el asentimiento y en el consentimiento, en que lo intelectual, lo voluntario y el impulso del corazón se funden entre sí y afirman, a pesar de las sombras persistentes, que las verdades vitales «existen», haciendo así la fe posible y necesaria. La distinción entre saber y creer es analizada y aplicada a las cuatro verdades morales: ley, libertad, Dios, vida futura, que son a un mismo tiempo objeto de conocimiento y de creencia.
Los capítulos cuarto y quinto examinan las teorías que exaltan demasiado o que desvaloran la función de la fe moral. La exaltación de la fe conduce al ascetismo; así le sucedió a Kant cuando afirmó la «primacía de la razón práctica», y Fichte siguió su estela, cuando para dar la mejor parte a la acción, «verdadero destino del hombre», se apoyó sobre la sola fe de su doctrina. Jacob, Hamilton, Mansel, Stuart Mili, con sus diversas formas de fideísmo, preparaban todos el camino al escepticismo. A igual crítica son sometidos los diversos temas que deprecian la fe moral: especialmente el de Herbert Spencer y del positivismo, que declara ser la fe una ilusión. En el capítulo sexto se ataca también aquel criticismo y subjetivismo de Renouvier y Jouffroy que oscila continuamente entre misticismo y excepticismo. El último capítulo confronta el elemento personal «subjetivo» con la verdad moral que tiene un valor «objetivo», mostrando que las disposiciones requeridas para reconocer la verdad no bastan para ponerla bajo nuestra dependencia; y que, por otra parte, la buena voluntad previene, corrige o excusa el error; que la certidumbre moral no puede prescindir de la racional a la que se añade; y aquí es estudiada la naturaleza de las pruebas morales. La verdad no se impone, pues, al espíritu con la evidencia irresistible de un teorema, porque depende de las disposiciones propiamente morales: es a un mismo tiempo asentimiento de la razón y de la voluntad, del saber y de la fe. El valor de esta obra consiste, no sólo en la profunda refutación del subjetivismo de Protágoras («el hombre es la medida de todas las cosas»), sino también en lo que respecta a las verdades morales (afirmadas por Sócrates como conceptos universales), por cuanto ilustra sobre la diferencia fundamental que existe entre las ideas geométricas que tienen un mínimo de contenido práctico, y aquellas ideas-fuerzas que empeñan en máximo grado todo el ser en su acción, o sienten su conducta, y por lo tanto exigen la decisión de la voluntad. Concepto nada nuevo, pero que adquiere una propia originalidad en sus reflejos sobre algunos filósofos contemporáneos del autor, como Fouillé, Wundt, Peirce, después de haber proporcionado alimento al voluntarismo en toda la historia del pensamiento, y que ha encontrado más recientemente en W. James («Querer para creer») y en el pragmatismo su más sistemática expresión: concepto comprendido ya en el evangélico «Quien obra la verdad viene a la luz».
G. Pioli