[Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie]. Obra del filósofo alemán Karl Marx (1816-1883), poco conocida pero fundamental. Data de su juventud y fue escrita entre 1841 y 1842. Por esta época, el joven filósofo se liberaba de las redes de la dialéctica idealista hegeliana y acababa de terminar su tesis sobre el materialismo de la antigüedad. En la alemania revolucionaria de comienzos del siglo pasado, las críticas de la religión y de la filosofía clásica cobraban virulencia, se «radicalizaban». Profundizando aún más en la estructura de estas críticas, el joven Marx llegó a la conclusión de que el materialismo de Epicuro sirvió para enriquecer el de Demócrito, que encontraba demasiado abstracto. En efecto, con el atomismo de los epicúreos, la naturaleza esterilizada por Demócrito cobraba nueva vida. Marx no podía perder de vista que se trataba menos de afirmar un materialismo abstracto a lo Diderot y de derivar la psicología y la filosofía de los datos mecánicos de la experiencia — lo que constituiría un positivismo asaz confuso—, que de captar la profunda significación del devenir de la naturaleza.
La dialéctica de Hegel se situaba en las perspectivas de la meditación roussoniana y de la reflexión realista sobre la Revolución Francesa, deduciendo una contradicción entre la libertad privada del ciudadano y la pública tiranía del estado. El estado substancial de Platón era rechazado por el análisis hegeliano ante la comunidad moderna que implicaba la elección y una mayor diferenciación del organismo social. El estado se convierte en la substancia del individuo cuando la comunidad realiza la voluntad general, reconciliando las exigencias de la libertad por el principio absoluto que él representa. Pero este conflicto de la voluntad general y de la voluntad positiva de las instituciones constituye una etapa que debe ser superada en una forma moderna del poder estatal transformado en «el espíritu, seguro de sí, que se alza por encima del mal para reconciliarlo consigo mismo». El estado se convierte, por lo tanto, en el ideal de cada individuo y, simultáneamente, ciudadano; él integra el supremo objetivo de la voluntad y de la subjetividad individuales y resuelve el problema de la comunicación de las conciencias a través de los lazos positivos de las instituciones estabilizadas. El hombre se encuentra aquí abstraído y el poder parece ser «la realidad en acto de la libertad concreta».
Esta reconciliación del liberalismo y del totalitarismo supone la extrema liberación del hombre, el momento en que, exteriorizándose su naturaleza en su voluntad, ésta encuentra su fin en un ideal que a su vez domina al individuo y le modela. El estado, dejando a los individuos su libertad abstracta y negativa, llega a realizarse sin ellos, fuera de ellos, al utilizarlos para cumplir sus propios fines a través del laberinto de sus particularidades. «El estado se transforma en un ente maquiavélico». La objeción que el joven Marx plantea contra esta liberación se basa en la naturaleza concreta de la subjetividad en donde no se manifiesta ese ideal que se pretende realizar. «Lo único que importa es descubrir las determinantes abstractas correspondientes a las determinantes concretas individuales». La ilusión de Hegel estriba en que ha tomado el estado por sujeto real de su reflexión, cuando sólo era producto de ella, perdiendo de vista que el hombre hace a la ciudad y no la ciudad al hombre y que el predicado de su razonamiento (el ciudadano) es el resultado de una ontología alambicada. Lo que él presupone como sujeto del estado, su ideal o la idea que representa, de hecho sólo es la manifestación que impide la auténtica manifestación de las conciencias y reemplaza la comunidad por una monopolización de los hombres al servicio de la idea.
Hegel comete un segundo error al no captar la realidad profunda del poder, al no señalar que la propia naturaleza del poder establecido tiende, como medio, a la burocracia y a la administración. De este modo Hegel se revela un conservador al buscar la expansión del estado en una constitución inmóvil. La liberación filosófica tiende a aplastar al individuo, a yugular la responsabilidad, a disolver la subjetividad y la comunicación de las conciencias concretas en una imagen de poderío, a hacer permanente la monopolización de los hombres al servicio de un poder adquirido. Hegel no ha comprendido que el sujeto real del estado era el interés privado, no la voluntad general, y que los turbios manejos se iniciarían en el momento en que un poder, en nombre de una ideología revolucionaria que concede a cada hombre una libertad sin significación, diese paso a un nuevo poder tan cínico y tan extraño al hombre como las tiranías del pasado. La participación en la comunidad no es, pues, solamente una participación en la idea, que no puede ser tomada en consideración a lo que produzca, por la imagen trasnochada de los peligrosos mitos que crea, sino por ser una experiencia auténtica del poder directo del hombre sobre su medio.
La significación de este texto es inmensa en la meditación del joven Marx; aquí se pone de relieve este humanismo en el sentido etimológico de la palabra, este esfuerzo suyo por restituir al hombre su humanidad perdida bajo la fascinación de los mitos y de los ídolos. Apuntemos, por último, que esta obra es la única con el Manuscrito económico político de 1844, donde Marx aborda — desde un punto de vista crítico, ciertamente — el problema de la comunicación de las conciencias e intenta dilucidar la compleja naturaleza de las comunidades humanas.