La Atlántida, Olao Rudbeck

[Atland eller Manheim]. Obra de fantasía erudita (1679-1702) del sueco Olao Rudbeck (1630-1702). Rudbeck quiso identificar la Atlántida de que habla Platón (v. Critias) con Suecia y a Suecia refiere las fantasías de los antiguos poetas sobre los Campos Elíseos, la isla de los Hiperbóreos, los jardines de las Hespérides. Suecia tomó por ello, a sus ojos, la forma del país ideal, la cuna de la civilización, que desde ella fue luego extendiéndose por el mundo. Tomando las leyendas populares y las fantasías de los poetas por verdadera historia, apoyándose en cronologías fantásticas y en no menos fantásticas etimologías, identificando las di­vinidades griegas y romanas con las nór­dicas y viendo en ellas reyes «godos» divi­nizados, Rudbeck dio a luz una obra de ex­traña rareza, un verdadero híbrido litera­rio. Generada por el frenesí nacional, en un momento en que Suecia era una gran po­tencia política, La Atlántida contribuyó fuertemente a mantenerla: sus alocadas identificaciones se convirtieron, en efecto, en una doctrina oficial que era peligroso discutir; y en forma más o menos declara­da el rudbeckianismo predominó durante largo tiempo. Fueron precisas las luces del racionalismo para disipar sus sombras.

V. Santoli

*    Con el título de La Atlántida [L’Atlántida] apareció en 1877 y, en redacción de­finitiva, en el año siguiente, uno de los mejores poemas del poeta catalán Jacint Verdaguer (1845-1902). Náufrago de una galera genovesa hundida en combate frente a las costas de Lusitania, el joven Colón es recogido por un viejo ermitaño. Éste, viéndole contemplar, pensativo, desde un promontorio, las aguas del Océano, le cuen­ta la historia de las tierras que un día se­pultaron. Se nos traslada a los tiempos mí­ticos. Arden los Pirineos de un extremo a otro. Hércules, que está luchando contra los gigantes de la futura Provenza, acude y saca de entre las llamas a Pirene. Descen­diente de Tubal y reina de España, ha sido destronada por Gerión, el tricéfalo mons­truo de Libia, quien, después de incendiar los bosques a donde ha huido Pirene, se retira á Gades. Muere la reina, legando su corona a Hércules a cambio de la venganza. El héroe se dirige hacia Gades; Gerión, para librarse de él, le propone arteramente que aspire a más digno solio: el de la Atlántida, cuya reina Hesperis, viuda de At­las, dará su mano a quien le ofrezca un brote del naranjo de oro del jardín de las Hespérides. Mata al dragón que lo cus­todia; pero las Hespérides lloran, pues la hazaña de Hércules señala el fin de la her­mosa patria donde nacieron, maldita por sus pecados. Multiplícanse los presagios; los Atlantes atacan a Hércules, se entabla des­comunal batalla.

El héroe sube a Calpe, gigantesco muro de rocas que une África con Europa, y lo escinde a porrazos. Es el Ángel del Exterminio quien da sobrehuma­na fuerza a su brazo: la Atlántida está con­denada por el Altísimo a ser borrada del mundo y el mundo a quedar dividido en continentes. Las aguas se precipitan por el recién abierto freo; Hércules entra, junto con el mar, en las tierras que van a des­aparecer. A través del caos y la muerte, busca a Hesperis, mientras los Atlantes construyen, en lo alto de las sierras, un colosal edificio donde guarecerse del nuevo diluvio. Hesperis sale al encuentro de Hér­cules, le cuenta sus amores y casamiento con Atlas y cómo, una vez viuda, sus pro­pios hijos, los Atlantes, se inflamaron en incestuoso deseo de ella. Hércules se des­posa con la reina y la lleva, desfallecida, a Iberia. Los Atlantes los persiguen; el rayo incendia su gran ciudad; el nivel de las aguas sube sin cesar, uniéndose para siem­pre las del Mar del Norte con las del Me­diodía, las de Occidente con las del Medi­terráneo. Al correrse las de este último, surgen nuevas tierras e islas ante los ojos maravillados de Grecia, que dormía ajena a la ingente catástrofe. De nuevo en Gades, Hércules da muerte al traidor Gerión y limpia la tierra de otros monstruos. Los Atlantes, perdida la esperanza de alcanzarle, se revuelven contra Dios y amontonan escollos y trozos de montaña para escalar el cielo. Pero el Exterminador desencadena contra ellos los elementos y con su espada de fuego acaba de abrir el abismo del At­lántico; los Atlantes se hunden en él y de su sepulcro surge el volcán del Teide. Al despertar de su desvarío, Hesperis recono­ce el brote del naranjo que allí trasplantara Hércules, y muere, en la aurora de una nueva patria, Iberia, cuya grandeza eclip­sará la de la sumergida Atlántida. Hércu­les, satisfecho de su obra, la recorre con los hijos habidos de Hesperia, fundando pue­blos y ciudades, entre ellas Barcelona; y marca los límites de la tierra con dos gi­gantescas columnas que levanta en el extre­mo de la Península y sobre las que escribe: No más allá. El relato del Solitario engen­dra en la mente de Colón la visión de un nuevo mundo que buscar y cristianizar allende el obscuro mar occidental.

Animado por las razones del sabio, verdadera perso­nificación del Genio del Atlántico, en vano recurre a Génova, Venecia y Portugal. Es Isabel de Castilla la que, advertida por un sueño, acoge el proyecto y da sus joyas para que el magnánimo navegante pueda realizarlo. La Atlántida es, pues, un poema de dos temas: el de la escisión catastrófica del mundo en dos mitades y el de la vocación de Colón a unirlas de nuevo. Éste envuelve, por así decirlo, a aquél; penetra, implícito, desde la introducción, el relato del cataclismo, desarrollado en diez cantos, para hacerse explícito, breve y enérgica­mente, en el epílogo. Una idea de finalidad providencial preside, así, el poema: la des­aparición de un pueblo criminal determina el nacer de otro de más egregios destinos, el castigo se supera en redención. Lo geoló­gico y mítico confieren grandeza y misterio a lo histórico en que se resuelven, lo his­tórico garantiza razón, concreción y verdad a lo legendario. De aquí la viva unidad del poema en su conjunto, episodios y tono. Los modernos métodos de la crítica, apli­cados al estudio de la composición de La Atlántida, harían sin duda resaltar lo orgá­nico de su movimiento, que es lo poético, y desdeñar lo que antes más bien se echa­ba de menos en ella y se creía encontrar en otros poemas más felices, o sea lo ar­quitectónico. Lo realmente flojo en el de Verdaguer es la caracterización psicológica de sus héroes: Hércules, atleta «con aire guerrero y rústico» («guerrer i pagesívol»), no es más que una fuerza apenas consciente entre fuerzas naturales desencadenadas; ni Hesperis se destaca de sus lamentos, ni Co­lón de sus sueños y misión. De ello resulta cierta difusión en el desarrollo de los he­chos y en las relaciones entre las figuras, que ningún lector deja de notar. Ya la materia del poema en sí misma, por su ori­gen libresco y erudito, produce una impre­sión de lejanía, inevitable, por lo demás, en la lectura de toda epopeya, cuando lo puramente humano y dramático no la tras­ciende.

Verdaguer confiesa deber la prime­ra idea de su obra a Platón. El Timeo, como es sabido, se abre con el mito de una Atlántida prehistórica, inmenso imperio en pugna con los griegos y Atenas. «Vinieron grandes terremotos e inundaciones y en el breve espacio de un día y una noche la Atlántida se hundió bajo el mar y desapa­reció». Estas frases del diálogo platónico (25, c-d) sirven de lema a la epopeya de Verdaguer. Éste aspiró a realizar lo que, según la tradición recogida por Platón y Plutarco, fue proyecto de Solón en su ve­jez: evocar en verso el enorme suceso geo­lógico. La concepción del poema se re­monta probablemente a la adolescencia del poeta, cuando cursaba sus estudios en el seminario de Vich; la elaboración del mis­mo puede calcularse en unos doce años. Se poseen varios autógrafos que permiten seguirla en sus diferentes fases. Si la lectura de Platón le estimuló a acometer la poéti­ca empresa, ya antes de dedicarse a la poe­sía le había producido honda impresión un pasaje del libro del P. Nieremberg Diferen­cia entre lo temporal y eterno (p. VII, nú­mero 11), que cita el hundimiento de la Atlántida entre las grandes catástrofes con que Dios castiga a la humanidad. El espec­táculo de las terribles tormentas e inunda­ciones que afligieron el llano de Vich en el año 1863, procuró el primer pasto a su imaginación. Lo que tenía que ser simple episodio de una epopeya alrededor de la figura de Colón, fue adquiriendo mayor in­dependencia y amplitud. Un manuscrito de 1867, probablemente el presentado a los Juegos Florales de 1868, sin merecer pre­mio, bajo el significativo título de España naciente [L’Espanya naixent], contiene el poema de Hércules y el cataclismo en cinco cantos. La Atlántida, que obtuvo el más alto galardón en el certamen de 1877, los amplía hasta diez, más la introducción y conclusión colombinas. Se trata de una vas­ta refundición, que afecta conjunto, episo­dios y estilo, del texto de 1867. En el in­tervalo entre ambas fechas, Verdaguer, para reponer su salud, había viajado durante dos años como capellán de un buque de la Compañía Transatlántica.

Ello resultó de­cisivo para la última elaboración del poema. Siguiendo, una y otra vez, la ruta de Colón entre España y Cuba, el poeta contempló los paisajes que hasta entonces fueran sólo nombres para él, pasó por las calmas y las tempestades del mar de sus leyendas. Su don genial de representación auténtica de lo visto y vivido quedó incalculablemente sostenido y reforzado. Es tal, que se nos antoja secundario lo mucho que en La At­lántida puede referirse a ahincadas lecturas de clásicos, como el Homero de La Odisea (v.), el Ovidio de Las Metamorfosis (v.), el Camoes de Los Lusíadas (v.), y a te­naces rebuscas en antiguas crónicas e in­cluso en tratados técnicos. Cuando el poe­ma fue divulgado por la edición llamada de los Juegos Florales (1877) y por la definitiva, con nuevas ampliaciones y reto­ques, de 1878, produjo estupor entre pro­pios y extraños. Mistral vio en él la gran­deza y la potencia de Milton o Lamartine; Menéndez y Pelayo, un Niágara de poesía. Nadie regateó elogios a Verdaguer por su originalidad en la concepción y manipula­ción de la materia poética; si bien fue justo echarle falta de sobriedad. Ésta, sin duda, es debida a la juvenil desorientación del poeta entre la opulencia de sus propios me­dios y más aún a la retórica en boga, que acentuó su ya innata propensión a la hi­pérbole, sea en lo terrible, sea en lo dulce. El renacimiento literario catalán tuvo con La Atlántida su primer motivo de gran or­gullo y mayores ambiciones y sobre todo una primera plasmación monumental del recobrado idioma en todas sus posibilida­des de fuerza, gracia, sabor y riqueza.

Este segundo aspecto, y la indefectible verdad de lo poético en sí que en tan soberano lenguaje reviste forma, aseguran la peren­nidad de La Atlántida a través de las ge­neraciones, y su influencia. Lo más puro de ésta se realiza en El legado del genio griego [La deixa del geni grec] de Mi­guel Costa y Llobera, visión mítica de los orígenes de Mallorca. La muerte impidió a Manuel de Falla dar la última mano a un poema musical para orquesta, solo y coros, La Atlántida, glorificación de la epopeya de Verdaguer. Fue estrenado en el Liceo, de Barcelona (temporada 1961-1962).

C. Riba

*    Lejanamente inspirado en el mito clá­sico lo está también el poema Atlantide de Mario Rapisardi (1844-1912), publicado en 1894. Se trata de una alegoría política en octavas en la que el autor empuña el látigo socialista para fustigar la corrupción de los tiempos. Este extenso poema es el más débil de Rapisardi.                                                   *

*    También Gerhart Hauptmann (1862- 1946) publicó en 1912 una novela titulada Atlántida [Atlantis]. Recoge uno de los temas más tratados por la literatura moder­na desde Ibsen a Gide: el drama de la fal­ta de compensación espiritual y de la incapacidad de vivir. El protagonista, Frie­drich de Kammacher, un bacteriólogo vícti­ma de un error científico, entregado a oscu­ros impulsos interiores que no consigue esclarecer ni dirigir, se enamora de una ar­tista de variedades, Ingigerd Hahlstróm, ex­traño conjunto de corrupción e inocencia; y cuando marcha, contratada para una jira por América, él abandona su familia y la sigue. Durante la travesía el transatlántico choca contra un casco a la deriva, y nau­fraga. Friedric, que en la frívola vida del transatlántico había sentido más irreme­diable su soledad, hasta experimentar un frío desprecio por su amante, cree, en la trágica aventura, volver a encontrar más próxima el alma de Ingigerd. Salvados am­bos por milagro, desembarcan en Nueva York, y él piensa entregarse al arte y retirarse a una granja para emprender la educación de Ingigerd y elevarla hasta él. Pero el recuerdo del naufragio obsesiona cada vez más a Friedrich, le puebla la casa de fantasmas y al fin cae presa de una congestión cerebral. Este sería el fin lógico de la novela e incluso su moraleja, pero Hauptmann convierte la tragedia en idilio. Friedrich se cura, se retira a una quinta próxima a Florencia donde se dedica a la escultura y encuentra en el arte y en el matrimonio de una mujer digna de él la luz y la serenidad de una nueva existen­cia. Pese al final arbitrario, la novela es una de las mejores de Hauptmann. El na­turalismo de su educación literaria y filosó­fica y el simbolismo hacia el cual le im­pulsaba su índole lírica y romántica, con­siguen fundirse en páginas de fuerte efi­cacia.

C. Capasso

*    También se llama La Atlántida [L’Atlantide] una famosa novela de Pierre Benoit (n. 1885), publicada en 1919, y que dio al autor repentina y amplia popularidad. Benoit recoge el tema de la leyenda clá­sica, basándose sobre todo en el Critias (v.) de Platón, imaginando las aventuras de dos oficiales franceses en el fantástico reino de Antinea, reina de los Atlántidas. En la novela de Benoit se basaron dos películas.

A. M. Speckel