Es una de las pocas Sonatas para piano (v.) de Ludwig van Beethoven (1770-1827), a la que el propio autor haya añadido un título y, en cierto sentido, un programa. Compuesta en 1809-1810, cuando el imperial discípulo del gran maestro, el archiduque Rodolfo, a quien la obra está dedicada, había tenido que alejarse de Viena amenazada por las tropas napoleónicas, la Sonata lleva en cabeza de los tres movimientos que la componen, respectivamente estas tres indicaciones: «Das Lebewohl» [«El adiós»], «Die Abwesenheit» [«La ausencia»], «Das Wiedersehen» [«El regreso»]. Es conocida generalmente como la Sonata de los adioses. El primer tiempo, «Allegro», va precedido de una introducción, «Adagio», que lleva inscritos sobre sus tres acordes primeros las letras de la palabra alemana «Lebewohl». Después se desarrolla una frase angustiosa a la que su incertidumbre final, sus disonancias, su progresión cromática de los «bajos», su empleo de armonías aumentadas y disminuidas, confieren una expresión incierta, algo así como andar a tientas en las tinieblas de un ciego dolor.
De estos primeros elementos se puede decir que germina, con extraordinaria unidad cíclica, toda la Sonata. La introducción, lenta, hacia el final se aclara armónicamente y se hincha de contenida tensión hasta que prorrumpe el característico escape rítmico del «Allegro», ya contenido en embrión en la segunda frase de la introducción. De él se despliega luego una amplia frase melódica, que está como impelida por una precipitada y afanosa desesperación: la agitación de la partida se mezcla con la tristeza de la separación inexorable. Las tres notas del «Lebewohl» son la osamenta oculta de todo el movimiento, y asoman continuamente, a menudo por movimiento contrario, hasta que aparecen al descubierto por tres veces, nada menos, en el breve y homogéneo desarrollo y en la repetición, con el carácter «intensamente parlante de dos voces que se repitieran el adiós» (Casella). En su última aparición, poco antes del final, los tres acordes dialogados se sobreponen en dolorosas disonancias cruzando las armonías en un cúmulo de los acordes de «tónica» y de «dominante»; expresión realista de la angustia de quien se separa. El «Andante expresivo» nos vuelve a sumir en la ciega oscuridad dolorosa de la introducción. Una célula rítmica, que se deriva también de la introducción, pinta la atonía desconsolada del abandono, con una intensidad que hace pensar en la exuberante eficacia de los gestos orquestales wagnerianos, y particularmente en la postración y la soledad de Tristán (v. Tristán e Isolda) en el tercer acto. Responde una fluida melodía en «sol mayor», consoladora y tranquila, casi como el transcurrir del tiempo. Por medio de seis compases de espasmódica espera, el «Andante» se enlaza directamente con el final («Vivacissimamente»), que comienza casi con un estallido sobre el acorde de «séptima disminuida», acto seguido arpegiado tumultuosamente. Después prorrumpe una alegre melodía, ansiosamente vacilante hacia lo alto. Los sentimientos de alegría se apoderan del ánimo de los dos amigos que vuelven a estar juntos, y pequeñas ideas secundarias irrumpen, juguetonas, inaferrables. Finalmente se presenta el segundo tema, con su característica sonoridad casi repiqueante, por el cruzamiento de las dos melodías sobre el susurro ininterrumpido de las semicorcheas.
No puede escapar a nadie el parentesco expresivo que liga entre sí dos temas principales del último tiempo y éstos a su vez con la impetuosa melodía del «Allegro»; un carácter muy schumanniano de ternura romántica, ya en el dolor, ya en la alegría, hermana las ideas principales de esta Sonata en una extraordinaria homogeneidad de lenguaje, insólito en la producción beethoveniana, que se desprende del acostumbrado dramatismo de violentas y encontradas contraposiciones para aproximarse a la intimidad lírica del romanticismo del siglo XIX.
M. Mila