[Venetianische Epigramme]. Recopilación poética de Wolfgang Goethe (1749-1332), escrita en gran parte en Venecia (31 marzo- 22 mayo, 1790), mientras el poeta esperaba a la duquesa Ana Amalia de Weimar que, después de dos años de permanencia en Italia, estaba a punto de volver a su patria; el resto fue compuesto a continuación, entre 1791 y 1795, en alemania.
La recopilación está constituida por 103 epigramas; algunos más, surgidos con la misma ocasión y en el mismo estilo, fueron excluidos por el tono algo atrevido y poco apto para el Almanaque de las Musas de Schiller, donde la recopilación fue editada por vez primera (1796). En su segundo viaje a Italia, Goethe no estaba, como en el primero, dispuesto al abandono ni al entusiasmo. Entonces era como un peregrino que buscaba y encontraba en Italia el camino hacia una nueva vida. Ahora tenía ya su verdadera «experiencia italiana» detrás de sí: no había ido allí bajo el estímulo de una necesidad interna irresistible: también él era sencillamente un «viajero».
Además, Venecia, con todos sus esplendores, había podido encantarle cuatro años antes al llegar a ella por primera vez, en agosto de 1786; pero se escapaba del concepto clásico que ahora se había formado del arte. Es notable que en estos epigramas no se encuentre ni una palabra de admiración por uno solo de los monumentos venecianos. En cambio, su vida práctica se refleja en los epigramas. La duquesa de Weimar se hacía esperar; las lluvias primaverales hacían desagradable el paisaje: el tiempo era frío; el 2 de abril nevó ligeramente; Goethe se aburría y en vano trataba de distraerse en el circo donde le divertía una graciosa y pequeña juglaresa. En alemania había dejado a Christiane Vulpius y al pequeño August nacido pocos meses antes de sus relaciones; había abandonado la casa de Weimar llena de comodidades. Su pensamiento volvía allí con nostalgia; o bien al recuerdo de su primer viaje, a la Roma de su juventud, a Faustina (v. Elegías): un pasado que ya no podía volver.
Pero estos pensamientos, más que volverlo melancólico, le vuelven agrio y gruñón hacia todo lo que pasa ante sus ojos. Se lamenta de las calles polvorientas, de los criados enredones, de Júpiter Lluvioso y del aire húmedo de la laguna, de las ranas que infestan los canales: incluso del León de San Marcos, que se convierte en un «gato alado»; comenta y concluye: «No, ésta no es la Italia que dejé con dolor». Pero no hay que interpretar los epigramas como «notas de un diario»; son una obra de imaginación: hay malhumor y casi rencor, pero no es Italia quien los provoca: Italia los sufre y ofrece el colorido material a la fantasía que se deleita creando un mundo con líneas caricaturescas. La experiencia biográfica es aquí, en realidad, sólo el punto de partida: incluso solamente uno de los puntos de partida.
Muchos epigramas tienen argumento distinto: ya se dirigen a Christiane —su «erotion» —, ya a Carlos Augusto; un hermoso grupo refleja sus experiencias de artista; otro evoca con gracia la figura de Bettina, la pequeña juglaresa. Y ni siquiera faltan los epigramas de fondo político. Hacía poco que había estallado la revolución en Francia, y la primera impresión había sido muy desfavorable en el ánimo de Goethe. Sólo más tarde la vio con mirada lúcida de historiador. Aquí se dirige con aspereza contra los demagogos jacobinos, pero no sin una advertencia severa por la impremeditación de la clase dirigente, que se había dejado sorprender por los sucesos: «Los grandes deberían meditar la triste suerte de Francia. Pero, ciertamente, más debieran meditarla los humildes. Los grandes han ido a la ruina; pero, ¿quién ha protegido a la masa contra la masa? He aquí que la multitud se ha convertido en tirana de sí misma».
F. Lion