Impresas por primera vez en Bolonia en 1492, su número es de 381, y constituyen un monumento de misticismo cristiano. Misticismo es, para Caterina Benincasa (1347-1380), conocimiento de Dios y del hombre, amor del creador y de las criaturas, sabiduría y fe, oración y acción. Sus cartas, pues, informadas todas por la misma e inalterable doctrina e inflamadas por la misma caridad que brota con la sangre de las llagas de Cristo, nos revelan la mente y el corazón, la fe y la acción de Santa Catalina, y compendian su vida breve y heroica. La santa elegía para sí el retiro y la contemplación sólo cuando le era necesario conversar con Dios para recibir de Él enseñanzas, consejos y consuelos, pero volvía luego a rezar obrando, sumergiéndose en las turbulentas olas de la vida pública, dando testimonio de la verdad, serena en medio de las tempestades. Sus cartas reflejan su figura humilde y con todo dominadora, su doctrina firme y luminosa, su acción intrépida y benéfica. Santa Catalina sabe hablar a todos: papas, cardenales, reyes, reinas, a condottieros, hombres de gobierno, mercaderes, nobles, plebeyos, religiosos, religiosas, madres, esposos, niños, y sabe penetrar en el corazón y en la conciencia de todos. «Yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo en su preciosa Sangre, con deseo de veros bañado y anegado en esa Sangre…»; éste es el saludo acostumbrado con que penetra en las almas y se hace dueña de ellas. Tiene hambre y sed de almas, e invita a todos a convertirse en «gustadores y comedores de almas» por amor y honor de Dios.
Habla con dulzura, humildad y mansedumbre hasta a los corazones más duros y corrompidos, pero no transige con el vicio, pone el dedo en la llaga, expresa clara y francamente su reprobación, e impone la reparación concluyendo con tono resuelto: «cumpliréis la voluntad de Cristo y mía», aunque su palabra vaya dirigida al rey de Francia, Santa Catalina concilia la más delicada sensibilidad femenina con la más decidida energía viril. Llama al papa Gregorio XI «dulcísimo padre mío», pero conociendo que es débil de carácter, incierto y perplejo, le intima a obrar pronto, como ella desea: «virilmente y como hombre viril». Viril y virilmente son el adjetivo y el adverbio que se repiten más a menudo en su epistolario. Posee en el sonido de sus palabras el halago de una esposa, la ternura de una madre, pero sabe hallar el acento resuelto, imperativo de un caudillo, y pronunciar las más severas condenas con la firmeza de un juez. Advierte a Gregorio XI que su vuelta a Roma debe ser señal de paz y no de guerra, y que por ello procure no venir «con refuerzo de gentes, sino con la cruz en la mano, como manso cordero». A Carlos V, rey de Francia, escribe: «Debería daros vergüenza, a vos y a los demás señores cristianos… que se haga la guerra contra el hermano, y se deje tranquilo al enemigo» (esto es, a los infieles). Y a la reina Juana de Nápoles, que era partidaria del antipapa Clemente VII, la llama mujer sin firmeza, sierva esclava del pecado; y a los tres cardenales italianos que habían desertado del partido del papa Urbano VI, «viles y miserables caballeros» que tienen miedo de su propia sombra, «locos, embusteros, ladrones y lobos». Tanta seguridad en sí misma, tanta fe intrépida en dar testimonio de la verdad y de la justicia, no la obtiene Catalina de su conciencia de «mísera, miserable», pecadora, sino de aquella doctrina del amor que resplandece con la luz de la sangre del madero de la Cruz. Jesús, «por hambre de nuestra salvación y del honor de su Padre, se ha humillado y entregado a sí mismo a la oprobiosa muerte de la Cruz, como loco, ebrio y enamorado de nosotros».
Nuestra alma, «cuando contempla tanto fuego de amor,’ se embriaga de tal manera que se pierde a sí misma, y lo que ve y siente, lo ve y siente en su Creador». El hombre por sí mismo no es nada; Dios lo ha creado por amor, Dios lo ha salvado por amor, Dios lo quiere para sí por amor. Pero la nube del amor propio y de la voluntad sensitiva ofusca el ojo de nuestra inteligencia y no nos deja discernir la verdad. Es menester, pues, sacrificar ese amor y matar esa voluntad y hacer como dice «aquel dulce enamorado de Pablo»: «Perderse a sí mismo despojándose del hombre antiguo, esto es, de la propia sensualidad, y revistiéndose del hombre nuevo, siguiendo virilmente a Cristo dulce Jesús.» Esta doctrina iluminó e inflamó el corazón de Catalina e hizo de ella no sólo la consoladora de los afligidos, la consejera de los dudosos, la amonestadora de los pecadores y la enfermera de los enfermos más repugnantes, sino una fuerza y una autoridad moral que imprimió un sello indeleble sobre toda la vida de su época. La acción benéfica que ella desarrolló, verdadero apostolado de amor y de sacrificio, resplandece en sus cartas. Más que todo, le causan dolor las guerras por las cuales «se destruye lo de los pobrecitos por obra de los soldados, los cuales devoran la carne y los hombres». Una sola guerra querría ella; la cruzada contra los infieles para la liberación del Santo Sepulcro, y escribe a todos los príncipes y hasta al terrible caudillo inglés John Hawkwood. Hasta entonces «ha estado a sueldo del demonio», ahora quiere verle «hijo y caballero de Cristo». El mismo deseo expresa a Alberico de Barbiano. Ardientes de «hambriento», «ansiado» deseo son las cartas que escribe a Gregorio XI para que se decida a volver; y tal vez a ellas más que a otra cualquier razón humana es debido el fin del cautiverio de Aviñón. Una espina cruel tortura su corazón: la corrupción de la Iglesia.
Sufre por ella, y se acusa de ella como si fuese por su culpa, por culpa de sus pecados, pero al mismo tiempo advierte en los malos prelados y pastores «flores malolientes que desprenden hedor hacia Dios y hacia los ángeles y ante los hombres», «jugadores de la sangre de Cristo», devoradores del pan de los pobres, simoníacos y barateros, ávidos de deleites, de honores y de cargos mundanos, fuentes de todos los males. También para éstos su palabra es fuego que marca, consume, purifica y redime. Es dramática la batalla sostenida por la Santa en defensa de Urbano VI, el Cristo en la tierra, renegado por los viles perjuros que lo habían elegido por inspiración de Dios. Urbano curará todas las llagas de la Iglesia; pero recuerde él, hombre justo pero severo y duro, unir la justicia con la misericordia, para no incurrir en las tinieblas de la crueldad. En una lectura continuada las cartas de Catalina pueden parecer monótonas, pero es porque cada una de ellas refleja toda entera la concepción mística, social y activa de la santa, y arden todas con el mismo ardor de caridad. También desde un punto de vista puramente literario pueden desagradar las expresiones de crudo realismo en que abundan, y el contraste que a veces resulta, entre lo sublime del concepto y lo grotesco de la forma; pero la intención de Catalina no era literaria, sino religiosa, y para conquistar las almas a ella le parecía tan útil la claridad de la mente como la sacudida violenta de los sentidos. De aquí la particular poesía propia de estas efusiones de un corazón enamorado de Dios y de los hombres como pocos lo han sido, desde que ese amor nos fue revelado y comunicado por Cristo. Realmente circula una férvida corriente lírica por estas Cartas; hechas de luz, de pasión y de voluntad, como la vida de la santa, «bienaventurada y dolorosa» imagen del verdadero siervo de Dios.
A. Massariello
Una gran escritora. (Tommaseo)
Es el código de amor de la cristiandad. (De Sanctis)
En su oído hay siempre una voluntaria oratoria antes escuchada en la Iglesia. Con todo, logra una límpida elocuencia que no es ya la del mero recuerdo. (F. Flora)