A Ninon de Lénclos (1615-1705), la célebre cortesana, se le ha atribuido una correspondencia muy numerosa; pero, al parecer, las cartas dirigidas a Villarceaux, Sévigné, etc., son apócrifas. Las únicas seguras son las que, durante su vejez, envió a Saint-Évremond, un viejo amigo, desterrado voluntariamente en Holanda e Inglaterra, donde, lejos de las intrigas, observa una vida retirada. Esta correspondencia, bastante irregular, proporciona a Ninon la alegría de evocar los gozosos años pasados; evocación que a menudo hace en un tono jovial, pero sin lograr ocultar el fondo de profunda tristeza que la vejez infiltra en el ánimo de esta mujer que se había visto como la más amada de su tiempo; angustia enteramente carnal ante el espectáculo de la ruina de un cuerpo a cuyo cuidado se había dado por entero. De aquí que Ninon sólo pueda recurrir a tristes consuelos: lejos ya las alegrías del amor, sólo ve a su alcance los placeres de la glotonería: «Hay quien posee un cuerpo mezquino, como otros tienen un cuerpo espléndido, amante del gozo y del reposo. El apetito es una de las cosas con la que todavía disfruto.» Por eso uno de sus más grandes deseos es poder cenar un día con su viejo amigo. En sus últimos años, Ninon de Léñelos casi no se acuerda ya de las alegrías pasadas. Con motivo de la muerte de una de sus amigas, escribe: «Ya no hay remedio y sólo la nada espera a nuestros pobres cuerpos.» La vista de un hombre joven la deja indiferente por completo: «Todo lo he olvidado, fuera de mis amigos»; y sólo en el recuerdo de las personas amadas encuentra Ninon todavía fuerzas para acabar de vivir. Melancólica, frontera a la desesperación, esta correspondencia, donde las galas literarias brillan por su ausencia, posee el gran mérito de su notable sinceridad. El lenguaje es simple, sin barniz ni destellos, de un carácter puramente coloquial. Frívola en sus amores, Ninon de Léñelos se nos muestra en las cartas afectuosa y sincera en amistad.