Obra crítica del escritor español Diego Saavedra Fajardo (1584-1648), publicada después de su muerte tomando como base una copia sin corregir de 1655 titulada Juicio de Artes y Ciencias, y con el nombre de Claudio Antonio de Cabrera. Otra copia apareció con el título de Discurso curioso, agudo y erudito por N. N., lo que dio lugar a una falsa atribución a Diego Fernández Navarrete.
El texto crítico se debe a V. García de Diego (Madrid, 1923). La obra fue compuesta en la juventud y reelaborada una vez y quizá dos por el autor, que la dejó inédita. Entre la primera y la segunda redacción existen notables diferencias de detalle y en parte también de tono, y sobre todo en la segunda se nota menor violencia. La idea inspiradora se puede remontar a la obra de Luis Vives, Veritas fucata, sive licentia poética, etc., y, siguiendo la línea de la tradición de Luciano, pero exenta de espíritu antirreligioso, es una condena del mundo de papel de los estudios al que el autor contrapone la realidad práctica, ante la que aparecen desorientados y ridículos los grandes pensadores.
Hombre activo por excelencia, pasando de una a otra misión diplomática hasta casi sus últimos días, el autor, en los umbrales de la vejez, no reniega de su obra juvenil, que es una tan despiadada condena del valor de los estudios, por lo que sin duda le ha sido discutida la autenticidad: la lectura detenida del texto nos muestra, por el contrario, muchas ideas de otras obras del autor. Saavedra finge que se durmió, en tanto que pensaba en el gran número de obras que se imprimen; sueña y se halla ante una ciudad fantástica. Un viejo (Marco Varrón) le dice que la ciudad es la República literaria y le acompaña hasta más allá de las murallas. Los muros están defendidos por «cañones de ánsares y cisnes, que disparaban balas de papel»; en torno corren fosos llenos de líquido obscuro (tinta), sobre los que crece lozano el eléboro «para cura de los ciudadanos, los cuales con el continuo estudio padecían graves achaques de cabeza».
Grandes baluartes blancos en los que se fabrica gran cantidad de papel se elevan ante las puertas adornadas de frontispicios de columnas dóricas entre las que se hallan los nichos de las nueve musas. El autor visita la morada de las Bellas Artes, representadas por los más grandes artistas antiguos y modernos (Apeles, Fidina, Miguel Ángel, Velázquez), de las Bellas Letras (Dante, Petrarca, Ariosto, Tasso, Herrera, Garcilaso, Góngora, Cetina, etc.) y las de matemáticos, filósofos, médicos, historiadores, etc. Las figuraciones más extrañas se van sucediendo en la prosa llana y mordaz del autor: hay censores que se esfuerzan en salvar los pocos libros buenos de la multitud de los recién llegados que se van arrojando; otros habitantes de la República riñen continuamente por los recíprocos plagios. Las más grandes figuras de la literatura y del pensamiento se nos muestran en actitudes ridiculas en la vida práctica, lo que parece afirmar una vez más que los Estados triunfan mejor cuanto menos docto es el pueblo.
No faltan las referencias de todos los tiempos: por ejemplo, el Gran Capitán se queja de que los comediógrafos italianos tienen el vicio de mostrar al soldado español como espadachín apaleado, y Platón observa que los apaleados son los italianos. La agudeza del autor es vigorosa: se ordena la suspensión de la poesía durante tres meses para no agotar las minas de oro, de plata y de piedras preciosas que los poetas extraen continuamente. A pesar de todo, la ingeniosa alegoría permite al autor pronunciar algunos juicios agudos y originales: sobre el valor sintético de Miguel Ángel; sobre el «airoso movimiento» de Velázquez; de Garcilaso, «príncipe de la lírica», dice que «con dulzura, gravedad y maravillosa pureza de voces descubrió los sentimientos del alma»; llama a Camoens «blando, amoroso, conceptuoso y de gran ingenio en lo lírico y en lo épico»; reconoce en Góngora al «requiebro de las musas y corifeo de las gracias», gran artífice de la lengua castellana y quien mejor supo jugar con ella y descubrir los donaires de sus equívocos con incomparable agudeza. Estos y otros juicios, que denotan una inteligencia crítica y una sensibilidad verdaderamente poco común en su tiempo, y la gracia de la sátira, redimen el brutal pesimismo de la obra, que constituye una de las más vivas expresiones del movimiento intelectual del siglo XVII español.
E. Lunarodi