Armand-Jean du Plessis de Richelieu

Nació el 9 de septiembre de 1585 en París, donde murió el 4 de de diciembre de 1642. Huérfano de padre todavía muy joven, estu­dió primeramente bajo la guía del padre Hardy Guillot, y luego en el Colegio de Navarra (1594), de donde, inclinado a la carrera de las armas, pasó a la academia con el título de marqués de Chillón. Sin embargo, vacante la sede episcopal de Lu- con, asignada en título a la familia Du Plessis y rechazada por la negativa de su hermano Alphonse, quien se negó a tomar posesión del cargo, cambió bruscamente el curso previsto de su existencia: orientado hacia las disciplinas eclesiásticas, Richelieu docto­róse en Teología en 1605, y el año siguiente marchó a Roma a pedir, por razón de su edad, la dispensa pontificia y la consagra­ción, que tuvo lugar el 17 de abril de 1607. Vuelto a la patria (1608), luego de una pro­longada permanencia en París desarrolló normalmente durante algunos años su acti­vidad como obispo de Luçon, y demostró poseer, a pesar de su juventud, notables dotes de gobierno.

El joven eclesiástico, em­pero, alentaba ambiciones que la sede epis­copal no podía, en realidad, satisfacer; por otra parte, las circunstancias históricas y políticas del momento eran favorables a eventuales iniciativas: muerto Enrique IV, la viuda, María de Médicis, actuaba como regente en nombre de su hijo Luis XIII, y, a causa de ello, la vigorosa política ex­tranjera e interior del difunto rey quedó paralizada, y la situación permanecía in­cierta en el filo de la lucha entre el partido dinástico y las grandes familias nobles. En 1614, fueron convocados, por última vez en mucho tiempo, los Estados Generales; Richelieu supo aprovechar tal ocasión para hacerse elegir representante del clero del Poitou e introducirse en el mundo político de la capi­tal. Dos años después, gracias al apoyo de la regente, logró llegar a ministro. Sin em­bargo, su ascensión viose interrumpida brus­camente cuando Luis XIII (1617), ya mayor de edad, hizo asesinar a los Concini, fieles a su madre, e incluso alejó a ésta de la corte.

Richelieu se retiró entonces a Aviñón, dedi­cóse a los estudios teológicos (1618) y de­mostró, con ello, saber aguardar el mo­mento oportuno. En 1620, efectivamente, volvió a París, y, obtenida la confianza del favorito del rey, Albert de Luynes, des­arrolló una provechosa labor de pacificación entre el soberano y María de Médicis; de esta suerte reconquistó rápidamente el apre­cio perdido, y, lograda la reconciliación, obtuvo en 1622 como premio el capelo cardenalicio. Dos años después, a los treinta y nueve de edad, era jefe del Consejo real privado, primer ministro y superintendente de la navegación y el comercio. A partir de entonces fue el dueño de Francia: inter­vino en la Valtellina frente al papa Urba­no VIII, aplastó a los hugonotes, reformó la Administración, que centralizó mediante la progresiva sustitución de los nobles por los intendentes en el gobierno de las pro­vincias, modernizó el ejército, y fortaleció como nunca la autoridad real, con lo cual resolvió en favor de la monarquía el largo duelo entre el poder central y la gran no­bleza.

En noviembre de 1630, durante la famosa «joumée des dupes», hizo salir de París y de Francia a la reina madre. Suce­sivamente, luego de haberse opuesto a los Habsburgo en el curso de la guerra de los Treinta Años mediante el apoyo prestado a Suecia, Holanda y los príncipes protes­tantes de Alemania, llevó a la contienda a la misma Francia, que tras algunos fracasos iniciales consiguió una posición ventajosa. En 1642, ahogada en sangre una de tantas conjuraciones, vio llegar el fin de sus días, una vez asegurada ya la sucesión a Mazarino, quien se mantendría fiel a la línea política trazada por su predecesor. Aun cuando Richelieu pertenezca más bien a la historia de los acontecimientos políticos que a la de la cultura, durante su gobierno, precisa­mente, se inició el florecimiento de las letras francesas que habría de alcanzar su apo­geo bajo Luis XIV. Al cardenal se debe la fundación, en 1634, de la Academia de Fran­cia, que, inspirada en el modelo italiano de la Crusca, dedicóse, mediante la publi­cación de un diccionario y una gramática, a fijar definitivamente la lengua para ha­cer de ésta la expresión más perfecta del espíritu francés.

Richelieu, por otra parte, inter­vino de una manera más directa en la lite­ratura mediante la protección por él dispensada a poetas y dramaturgos y el aliento que diera a las polémicas (famosa es la re­ferente a El Cid, v.) y a los espectáculos. Junto a la citada entidad académica animó a una pequeña academia -de carácter pri­vado, integrada por una «brigade» de cinco poetas: Etoile, Boisrobert, Corneille, Colletet y Rotrou. Cada uno de éstos componía, de acuerdo con el plan propuesto por el cardenal, un acto de las comedias y trage­dias denominadas precisamente «piéces des cinq»; en ciertas ocasiones Richelieu participaba en la labor común, de la que siempre era el supremo revisor. Entre sus textos con­servados y publicados, siquiera exclusiva­mente relacionados con la actividad en ver­dad prodigiosa que desarrolló como hombre de Estado, le confieren un puesto notable entre los grandes autores franceses de me­morias las Mémoires y el Testamento polí­tico (v.), acerca de cuya autenticidad exis­ten, sin embargo, ciertas dudas.

R. Fabietti